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¿Incompatibles?

Mundo · Elena Santa María
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29 mayo 2019
“Cuando por la mañana se dibuja su sonrisa asombrada al buscarnos, nos derretimos al verle. ¿Quién soy yo para despertar tanto agradecimiento y tanto amor en una criatura tan pequeña? Es asombro que engendra asombro. Es el amor más puro y tierno que habla: he olvidado tus miradas duras y tus deseos de verme dormir cuanto antes, necesito confiar en ti y quererte siempre. Es la vulnerabilidad en estado puro que redime cualquier rastro de culpabilidad en nuestro corazón”.

“Cuando por la mañana se dibuja su sonrisa asombrada al buscarnos, nos derretimos al verle. ¿Quién soy yo para despertar tanto agradecimiento y tanto amor en una criatura tan pequeña? Es asombro que engendra asombro. Es el amor más puro y tierno que habla: he olvidado tus miradas duras y tus deseos de verme dormir cuanto antes, necesito confiar en ti y quererte siempre. Es la vulnerabilidad en estado puro que redime cualquier rastro de culpabilidad en nuestro corazón”.

Sorprende que en un mundo en el que huimos de la dependencia, las páginas de los periódicos se llenen de referencias a la infancia con nostalgia, al niño que depende. Aunque en este caso la perspectiva es diferente. En este caso Catherine L’Ecuyer (en El País) es el adulto que se maravilla al contemplar a un niño durmiendo, con la “dulce culpabilidad que habita permanentemente en el corazón de una madre, de un padre, que ama”. También Juan José Millás escribía sobre un instante cotidiano con su nieto. Leyéndole un cuento se sorprende de que “las ilustraciones no dejan lugar a dudas sobre la existencia de los contrarios, pero resulta imposible averiguar dónde termina lo pequeño y comienza lo grande (…) La frontera es un lugar confuso para el pensamiento infantil, incluso para el adulto. De ahí las concertinas. De ahí Trump. De ahí el sentimiento nacional. De ahí el otro, lo otro. (…) El mundo, en su cabeza, se conformará como un juego de oposiciones, no como una posibilidad de encuentros”.

Pero afortunadamente, esa posibilidad de encuentros existe. Esa posibilidad permitió la construcción de Europa tras dos guerras mundiales. “Hubo quienes apartaron un día la espada y se inclinaron por la palabra para construir otra Europa”. Lo recuerda, también en El País, José Andrés Rojo. “Y levantaron un marco donde todas las disputas fueran posibles, pero siempre gobernadas por la voluntad de buscar acuerdos en las diferencias, más allá de enfrentamientos entre identidades que se reclaman incompatibles”.

Eso es la democracia. Explica Marius Carol, en La Vanguardia, que “la democracia se basa en entender los argumentos del otro. Todos tenemos nuestras razones, pero las ajenas pueden estar tan fundamentadas como las nuestras. La capacidad de contraponer ideas distintas, de gestionar puntos de vista dispares, de alcanzar acuerdos desde la discrepancia, es lo que permite que la gente siga creyendo en la política”. Insiste en ello Pedro G. Cuartango en ABC. “La intolerancia no fortalece un ideal político, sino que lo hace más débil. Escuchar a los demás y sopesar la posibilidad de que tengan razón es la base de la democracia, que es un régimen que se basa en una opinión pública, libre y plural”. Pero, advierte, “lo que estamos presenciando en los debates de estas campañas son insultos y descalificaciones (…) La gran revolución pendiente en nuestro país, que ha conseguido un progreso social y económico muy notable, es la del respeto a los demás. Azaña decía aquello de «paz, piedad y perdón» en su discurso de 1938 cuanto todavía no había acabado la guerra. Esas palabras parecen ahora ridículas porque el único objetivo de los líderes políticos resulta demonizar al adversario. Pues bien, no habrá concordia ni patriotismo hasta que todos empecemos a reconocer la posibilidad de que podemos estar equivocados. El infierno no siempre es el otro, a veces somos nosotros”.

Sin embargo, esa gran revolución sí sucede, y tenemos algunos ejemplos a nuestro alrededor. El Mundo ha publicado un artículo, firmado por Pedro Simón, que cuenta la historia de Ángeles. Ángeles es una mujer que desde hace cuarenta años acoge a presos de permiso o que salen de la cárcel y no tienen adónde ir. Uno de ellos dice: “Si no es por esta gente, habría seguido delinquiendo. He metido la pata en esta casa y me han dado otra oportunidad. Me fui una semana sin dar explicaciones. Volví, me miré al espejo y me dije: tengo que aprovechar esto”. Otro reconoce: “Ángeles nos trata como a alguien normal y corriente”. Como esa madre que, decía Catherine L’Ecuyer, mirando al hijo se sorprende.

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