Incidente, realmente incidente

Editorial · Fernando de Haro
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29 mayo 2022
La política del agravio es dulce como un veneno que fosiliza las venas, idiotiza el alma y satura el hígado.

La política del agravio siempre es abstracta, no empieza, como la buena política, de algo concreto, de algo que ya se está construyendo. La buena política no es hija del resentimiento, nace de un cierto agradecimiento, de una cierta sorpresa porque haya otros, otras personas que no son como nosotros. Nace de la necesidad de respetarlas, de afirmarlas, de construir con ellas. La buena política arranca del presente, no del sueño de volver al pasado, o de un futuro utópico (de ahí surge la violencia). No fomenta el cinismo y el voluntarismo, no es melancólica. La buena política no convierte el sueño de una nación “realmente soberana” en la solución a todos los males. Porque sabe que el único modo de preservar cierta soberanía, cierta libertad, frente al imperio del dinero, frente a los invasores, es ser más europeos. Después del Covid, de la reaparición de un mundo violento y multipolar, es difícil encontrar en el mapa a cada uno de los 27 países de la UE. No quedaría en pie nada de su capacidad de autodeterminarse si Europa no hubiera avanzado tímidamente hacia un cierto federalismo.

La política de derecha, muy de derecha, revindica ahora lo que llama la “filosofía de la identidad” y la superioridad moral. Eso ya lo había inventado la izquierda, lo inventó para defender a los negros, a las mujeres, a las minorías, a los homosexuales. Ahora la filosofía de la identidad, que enarbola la derecha muy derecha, consiste en defender a los que quieren que la nación sea grande, a los españoles y a los italianos “de verdad”, a los que no son musulmanes, a los que son blancos, a los que siempre han estado aquí. La mala política es como los malos amigos: te anestesia, crea enemigos para poder justificarte y para evitar cualquier responsabilidad, para alimentar la pereza de la razón y el embotamiento del afecto.

Habla en nombre del pueblo la mala política. Dice querer recuperar el poder de la gente y jubilar a los burócratas y a los políticos profesionales. La democracia, afortunadamente, no es el régimen de pueblo. En España y en Italia nos acordamos bien de lo que eso significa. La democracia es el régimen de la soberanía popular. La democracia, para salvaguardar la soberanía popular, tiene complejos contrapesos institucionales, cauces y límites constitucionales.

El dulce veneno entra por las venas prometiendo un mundo más simple, un mundo donde se trabaje la tierra, se vaya a la fábrica para manufacturar y para vender productos nacionales. Como si fuera posible, como si después de décadas de educación mediocre, de mucha queja y de poca renovación productiva eso fuera posible. Sí, la guerra traerá una cierta “desglobalización” pero pensar en una economía no globalizada es una quimera. Es buscar un chivo expiatorio, es manipular el malestar, es distanciarse aún más de la realidad. Es como culpar a los migrantes de la pérdida de la capacidad adquisitiva de la clase media, de la precarización del trabajo, del aumento de la criminalidad. Luego, cuando hay que recoger las cosechas es necesario traerlos con urgencia. No, el desfase provocado por el avance del mundo digital, el vértigo ante una sociedad culturalmente diversa, las muchas frustraciones y el desconcierto generado por una rápida transformación no se resuelven con recetas simples. La incapacidad para entrar en lo complejo y el miedo a lo diferente son síntomas de una sociedad débil. La culpa siempre es de los otros.

La política del agravio promete rescatar la tradición judeo-cristiana cuando la tradición sencillamente ha dejado de existir porque ya no se transmite. Es una contradicción que un partido o gobierno prometa recuperarla. Es igual que cuando se habla de las raíces de la civilización occidental, tan profundas que no pueden florecer.

Estamos ante lo habitual, siempre hay un partido que quiere encarnar el Estado, va cambiando de nombre pero siempre es el mismo. Hacer alianzas con la mala política y apoyarla es contraproducente. Es la mejor fórmula para cosechar un fracaso, políticamente hablando. Es propio de quien tiene la ingenuidad de pensar que desde arriba se cambia al hombre, la ingenuidad de defender que ciertos partidos y ciertos gobiernos abren espacios de libertad. Los espacios de libertad siempre se abren desde abajo. Apoyar a los políticos del agravio, esperando que cuando lleguen al gobierno dejarán caer algunas migajas de la mesa a la que se sienten, es venderse muy barato y no saber cómo van las cosas. Apoyar la política del agravio es un mal negocio si se quiere realmente cambiar algo. Para favorecer el cambio hay que ser realista. No conviene hacer mucho ruido, de otro modo los que realmente tienen el poder se sienten amenazados. Muchas palabras grandilocuentes, a menudo vacías, y mucha gesticulación despiertan recelo y no cambian nada. Ondear valores como banderas es confundir el viento con el molino, es confundir el nombre de las cosas con las cosas mismas. La vida es la única que transforma, la única que se abre paso. Mejor rezar por el emperador. Mejor ser discretos para que el cambio avance sin muchos obstáculos. Apoyar la mala política no trae cuenta cuando se quiere ser incidente en la historia, realmente incidente.

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