Impotentes ante un enemigo peor que el 11-S
El 31 de marzo de 2020 el virus superó ya el número de víctimas mortales del 11 de septiembre, que para Estados Unidos constituye una piedra angular. Se imponía así un enemigo sin rostro al que no sabemos combatir. Solo podemos defendernos, pero ni siquiera eso sabemos hacerlo.
Las previsiones suenan a profecía apocalíptica. Las cifras crecen con una rapidez trágica, exponencial en las zonas densamente pobladas, como New York City, y al menos de momento más moderadamente en la Norteamérica “en medio de la nada”, donde el “social distancing”, más que una elección, es una dimensión cotidiana de la vida. Trump ya nos avisó de que nos preparáramos para dos semanas “very painful”, dos semanas muy dolorosas. Nadie se lo podía imaginar, pero solo oír las palabras “very painful” ya dolía. Sobre todo dicho por ese hombre que, ante los desastres que se estaban materializando en Europa, durante mucho tiempo –demasiado– se obstinó en repetir que nosotros nos libraríamos de eso.
No hace mucho el presidente soñaba con un país “open for business” en Pascua. Declaraciones que siempre sonaban a aproximaciones y superficialidades, ciertamente con la intención de animar, de dar aliento, pero apoyadas sobre un optimismo infundado. Sin embargo hoy, junto al miedo y el desempleo, lo único que parece crecer en Estados Unidos es la popularidad de Donald Trump. ¿Por qué?
Objetivamente, dan ganas de decir que frente a la crisis del coronavirus el presidente no ha dado una. El cóctel de arrogancia y facilonería con que ha afrontado el problema, el desdén hacia expertos y científicos, la dramática falta de preparación en que nos encontramos, la incapacidad evidente para gestionar lo que somos en medio del caos, la alarma, los requerimientos y procedimientos locales de todo tipo en los diversos Estados, de este a oeste, de norte a sur, empezaban a dar señales de la gravedad de la situación.
Todo esto son hechos inequívocos, a la vista de todos, como el colapso de los hospitales en Nueva York, las tiendas de campaña montadas a toda prisa en Central Park, el gran hospital de campaña instalado en un barco sobre el río Hudson. Pero en medio de todo ello está esa “enfermedad de los no enfermos” que en Trump encuentra la medicina necesaria y en cambio otorga al presidente un consenso nunca visto en estos tres años largos.
La “enfermedad de los no enfermos” es la pesadilla de que todo lo que estamos viviendo ahora pueda llegar a ser “normal”. Si los que combaten contra el coronavirus luchan por su vida, los que por gracia de Dios no han contraído el virus luchan contra una nueva pesadilla: que quizás esto nos esté arrastrando a una nueva vida normal que nunca habríamos imaginado. Una vida sin proyectos, sin encuentros, sin salir de casa, sin verse con los compañeros de trabajo ni tampoco con los amigos, lejos de nuestros seres queridos. Una vida sin dinero, que en un país sin Estado de bienestar significa el infierno en la tierra. Una vida despojada de todo aquello que parecía sostenerla.
Trump es como el espantapájaros que se erige para ahuyentar a los cuervos de mal agüero, el altavoz que se obstina en repetir (con sus palabras, con su habitual gestualidad, marcada en realidad por el curso de los acontecimientos) esa letanía que resuena en el mundo entero: “todo va a ir bien”. Incluso cuanto todo parece precipitarse, como estamos viendo en Nueva York. América quiere un presidente que en medio de esta tormenta le asegure que lo que estamos viviendo ahora no es la nueva vida normal.
El aire es fresco y el sol alumbra a los árboles en flor. Sí, también hay ardillas y pajarillos que tratan de hacerse oír más que las sirenas. Las sirenas, un nuevo sonido de esta primavera. Se han convertido en algo normal, pero no nos cantan que “todo va a ir bien”. Nos recuerdan que la vida es Misterio, que la vida es un don precioso y que todo es gracia.