Iglesias vacías y la excusa de la secularización
El debate suscitado por Giorgio Gawrosnski en L’Osservatore Romano, con un artículo publicado el pasado 22 de febrero bajo el título “Las iglesias vacías y el humanismo integral”, constituye una de las pocas discusiones interesantes que agitan actualmente al pensamiento católico.
Varios medios italianos lo han citado, evocando el problema que plantea ya en el título: ¿por qué las iglesias están vacías y tienden a vaciarse cada vez más? “En Italia –escribe Gawronski– los practicantes han descendido en diez años del 33% al 27%; entre los jóvenes (18-29 anni) solo el 14% se considera practicante, un porcentaje que sigue cayendo casi un 3% al año”. ¿A qué se debe esta desafección que sufre Europa y el mundo económicamente desarrollado, y mucho menos África, América Latina o Filipinas?
Los motivos habituales ya los conocemos: secularización, consumismo, relativismo ético, etcétera. A todo ello, los tradicionalistas y los sectores conservadores de la Iglesia añaden las críticas al Concilio Vaticano II y a su representante actual, el papa Francisco, cuyo pecado residiría en haber alejado la doctrina de la recta tradición. En el lado opuesto, los progresistas atribuyen el alejamiento de los fieles a una Iglesia “inmóvil”, firme en el celibato de los sacerdotes, en una moral sexual cerrada y en la masculinidad eclesiástica. Se trata de argumentos, a derecha e izquierda, que no convencen. Más justificaciones que explicaciones. Como dice Gawronski, “estadísticamente no obtienen resultados satisfactorios ni las iglesias más modernas ni las más conservadoras”. Lo que significa que la crisis actual de la fe en Occidente no se puede imputar al concilio, ni se puede pensar que su resolución pase por un Vaticano III. Como dice Lucio Brunelli, “la crisis de las iglesias vacías viene de lejos, empezó cuando las iglesias estaban llenas… La de los años 50 era una iglesia militante, de doctrina dura, influyente en la vida política. Pero, salvo un respeto exterior a las formas y convenciones sociales, ya no conquistaba los corazones ni las mentes de gran parte de las generaciones jóvenes. La práctica religiosa aún se mantenía, pero de manera parecida a un andamio sin anclajes sólidos sobre el terreno. Basta una sacudida para que se venga abajo. El viento del 68 arrancó de golpe a la Iglesia una generación de hijos inquietos. La llegada de un nuevo poder consumista “que se ríe del Evangelio”, como profetizaba Pasolini en los años 70, pareció disolver como nieve al sol, en poco más de una década, todo un tejido popular cristiano ligado a la Italia rural que costó siglos formar”. Matzuzzi recordaba en este sentido las palabras del cardenal Wimeijk, arzobispo de Utrecht: «Teníamos sobreabundancia de sacerdotes, órdenes religiosas, congregaciones. Muchos misioneros del mundo procedían de la pequeña Holanda. Pero enseguida se vio que los fundamentos de aquella orgullosa columna católica eran mucho menos sólidos de lo que parecía”.
Eso significa que el cristianismo “tradicional” de los años 50 presentaba graves carencias. No se explica de otro modo la velocidad de su liquidación ante el desafío de la modernización que se da en Europa sobre todo a partir de los años 60. Ese cristianismo se apoyaba en dos pilares: la aceptación pasiva del dogma y una doctrina moral limitada, como mucho, a la cuestión sexual. Cuando irrumpió el estilo de vida americano, con su visión liberal de la vida, el mundo católico no estaba preparado. Acostumbrado, desde la Contrarreforma, a concebirse en una posición defensiva, ampliamente incapaz de desarrollar una confrontación crítica con lo moderno, se vio desplazado por el modernismo americano, frente al cual la Iglesia católica parecía de pronto anticuada, como un residuo de tiempos pasados.
La dolce vita de Fellini es de 1960 y muestra muy bien ese momento de tránsito, esa distancia generacional entre dos Italias, la del pasado y la del futuro. ¿Cuál era el límite de la Iglesia y del cristianismo de entonces? Ante todo el de su cultura, la neoescolástica dominante en los seminarios y facultades pontificias, un pensamiento marcado por una actitud radicalmente antimoderna, hostil al marco de libertades, acompañado por una teología dogmática carente de una antropología teológica. Eran los tiempos en que la teología miraba con sospecha las categorías de “experiencia” y de “sentido religioso”.
Llevadas por la polémica antimodernista, a causa de una formulación inadecuada, dejaban un vacío, el de una visión del hombre abierta a lo sobrenatural. La neoescolástica, el neotomismo del siglo XX, concebía lo humano, al igual que la Ilustración, como un bloque autónomo, cerrado, al que la gracia se añadía como si fuera un meteorito. La consecuencia era el miedo ante un mundo secularizado, percibido como antropológicamente extraño y enemigo. El puente del dogma al humanismo “ateo” parecía imposible. El resultado era que la psicología “cristiana” se mantenía mientras las puertas de la iglesia seguían cerradas. Cada salida se pagaba con crisis internas, cesiones, fugas. La gran crisis que siguió a los años del post-concilio no depende de derrumbes inesperados sino de los límites de la cultura católica. El progresismo post-conciliar es justo lo contrario al tradicionalismo precedente, su cara opuesta, y solo puede explicarse a partir de los límites de la cultura neoescolástica.
Frente al éxodo de cientos de miles de cristianos, que encontraron en el marxismo su punto de apoyo, la respuesta más significativa por parte de la Iglesia no llegó desde sectores tradicionalistas, de los opositores al concilio, sino de los nuevos movimientos eclesiales, que demostraron entonces, en un clima fuertemente hostil, que no casaban con las reacciones conservadoras y que eran capaces de interceptar las esperanzas y expectativas de los jóvenes más alejados, que no procedían de familias católicas ni de parroquias. Un encuentro que hizo posible no solo la personalidad carismática de sus fundadores sino que la propuesta cristiana que ofrecían a los jóvenes recordaba, como afirma Gawronski en su artículo, la dinámica de la Iglesia de los primeros siglos: el testimonio personal y comunitario, la participación en la experiencia de una humanidad renovada, capaz de incidir en la realidad y en la historia. “Como pasaba en los primeros siglos”, escribe Brunelli.
De hecho, los movimientos eclesiales representaron, al menos hasta los años 90, una gran esperanza, un signo de vitalidad y juventud para un cristianismo a la deriva, rechazado por el mesianismo político y sectario del pensamiento del 68. Luego los vientos de la restauración, que siguieron a 1989 y a la caída del comunismo, reunió de nuevo la madeja. La Iglesia en su conjunto volvió a blindarse, atemorizada ante una secularización cada vez más arrogante, cerrando nuevamente sus puertas. Evangelización y promoción humana, los dos polos de la Evangelii nuntiandi de Pablo VI, se perdieron por el camino. En vez de evangelización encontramos “batallas” éticas centradas en la lucha contra el aborto, la eutanasia, el matrimonio gay, mientras que en lugar de promoción humana nos topamos con una aquiescencia total con el modelo capitalista y un profundo olvido de la doctrina social de la Iglesia. Conformismo y maniqueísmo, los dos polos del catolicismo actual. Frente a esta perspectiva, no sorprende el progresivo vacío de las iglesias y la distancia que aleja a los jóvenes de la fe. ¿Por qué a un joven de hoy le iba a atraer una postura que solo se define por un campo restringido de batallas ético-culturales? Un joven que, recordemos, está a años luz del militante comprometido de los años 70.
Lo que le falta al catolicismo actual, incluso y sobre todo al comprometido, es la categoría del “encuentro”. Una categoría que atraviesa y supera la distinción entre derecha e izquierda, y que permite ir directamente al corazón de lo humano. ¿Cómo puede llegar hoy la Iglesia a ese “corazón”? Esta es la pregunta que hay que plantearse ante el espectáculo de las iglesias pobladas solo de ancianos. Para responderla, el papa Francisco afirmaba el 13 de septiembre de 2018: “La teología, de hecho, no puede ser abstracta — si fuera abstracta sería ideología— porque surge de un conocimiento existencial, nacido del encuentro con el Verbo hecho carne. La teología está llamada, pues, a comunicar la concreción del Dios amor. Y la ternura es un buen ‘existencial concreto’, para traducir en nuestros tiempos el afecto que el Señor nutre por nosotros. Hoy, efectivamente, nos concentramos menos que en el pasado en el concepto o en la praxis y más en el ‘sentir’. Puede no gustar, pero es un hecho: se parte de lo que sentimos. La teología ciertamente no puede reducirse al sentimiento, pero tampoco puede ignorar que, en muchas partes del mundo, el enfoque de cuestiones vitales ya no parte de las últimas cuestiones o de las demandas sociales, sino de lo que la persona advierte emocionalmente”.
El Papa hace aquí una afirmación muy relevante: “el enfoque de cuestiones vitales ya no parte de las últimas cuestiones o de las demandas sociales, sino de lo que la persona advierte emocionalmente”. Es decir, que la línea de fondo que permite al cristianismo encontrarse con el mundo ya no es la filosófica de los años 50, marcados por el existencialismo y las preguntas sobre el sentido de la vida, ni la política de los años 70, marcados por el compromiso militante e ideológico del marxismo, sino que encuentra su posibilidad en una sensibilidad nueva que caracteriza el momento presente.
Este es un juicio histórico que motiva la insistencia con que Francisco habla de la ternura de Dios. El hombre actual, con su fragilidad, es especialmente receptivo a la dimensión afectiva. En un “mundo sin vínculos”, en una sociedad líquida, la cuestión del sentido de la vida no supone la conclusión de un razonamiento lógico sino el resultado del descubrimiento de sentirse amados, queridos. A esta responsabilidad “afectiva” están llamados hoy en primer lugar los presbíteros y religiosos, hombres y mujeres. Las iglesias se vacían cuando los pastores dejan de serlo y se convierten en burócratas, funcionarios, empleados. El problema de la Iglesia actual es que carece demasiadas veces de pastores, de personas que amen a Cristo y compartan la vida de aquellos que les son confiados. La secularización representa, desde este punto de vista, una excusa que esconde la falta de fe y de ternura, la distancia entre las palabras de las homilías, tantas veces altisonantes y melifluas, y una proximidad real, capaz de gestos y abrazo. Allí donde el pastor es un hombre de Dios que se entrega totalmente, las iglesias vuelven milagrosamente a llenarse. El hombre de hoy, el joven de hoy, no ha perdido el sentido del amor divino.