Entrevista a John W. O`Malley

Iglesia y modernidad. La ´revolución´ de León XIII

Mundo · Danilo Zardin
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23 diciembre 2019
Es uno de los mayores expertos en la historia y cultura del catolicismo moderno a nivel internacional es el jesuita norteamericano John W. O’Malley. Algunos de sus obras se han traducido a muchas lenguas. Le gustan tanto los marcos sintéticos como las profundizaciones sobre temas específicos. Sus ideas se abren paso por todas partes, abriendo nuevas perspectivas sobre el Renacimiento, el humanismo cristiano, el nacimiento y desarrollo de los jesuitas, los grandes concilios de los últimos siglos. Hablamos con él sobre el sentido que puede tener hoy mirar la historia de la tradición religiosa para comprender mejor las raíces de nuestro presente.

Es uno de los mayores expertos en la historia y cultura del catolicismo moderno a nivel internacional es el jesuita norteamericano John W. O’Malley. Algunos de sus obras se han traducido a muchas lenguas. Le gustan tanto los marcos sintéticos como las profundizaciones sobre temas específicos. Sus ideas se abren paso por todas partes, abriendo nuevas perspectivas sobre el Renacimiento, el humanismo cristiano, el nacimiento y desarrollo de los jesuitas, los grandes concilios de los últimos siglos. Hablamos con él sobre el sentido que puede tener hoy mirar la historia de la tradición religiosa para comprender mejor las raíces de nuestro presente.

En la actualidad, parece que vuelve a ser evidente que para entender qué es el Occidente contemporáneo no se puede prescindir de una profundización en las raíces religiosas, tan olvidadas pero en cambio aún influyentes. ¿Está de acuerdo?

Estoy muy de acuerdo. Nosotros somos lo que somos como consecuencia de nuestro pasado, lo que significa que no podemos entender el mundo actual sin reconocer con cuánta profundidad ha influido el cristianismo en el curso de la historia occidental. Ignorar el papel el cristianismo en esta historia lleva a una visión fuertemente distorsionada de lo que somos y de lo que está pasando realmente en el mundo. Pero el propio concepto de “historia de la Iglesia” es parte del problema, pues sugiere la idea de una esfera autosuficiente y separada de la historia, como si la Iglesia no hubiera sido siempre un factor vital del desarrollo cultural. Por eso prefiero definirme como “historiador de la cultura religiosa” más que como historiador de la Iglesia. Por ejemplo, he insistido mucho en que algunos de mis libros se publiquen en editoriales laicas y no católicas, para dejar claro que esta parte de la historia es inseparable de la historia de Occidente en general.

Por otro lado, el interés se ha concentrado mucho en aspectos más problemáticos, como la persecución de las diferencias, la lucha contra las herejías, la violencia y la guerra con fines religiosos, la Inquisición, la censura… ¿Por qué se deja notar tanto esta atracción por lo “negativo? ¿No corre el riesgo de deslizarse a una visión deformada, unilateral?

Sí. Una perspectiva de sesgo negativo y ácida es la que domina en los medios actualmente y se ha difundido incluso en la manera de escribir y enseñar la historia. Esta visión de la historia y de los acontecimientos contemporáneos embota nuestras esperanzas y aspiraciones, haciendo que cualquier esfuerzo por mejorar la situación parezca destinado al fracaso. Todo parece estar corrupto. Pero, aparte de sus deletéreos efectos psicológicos, esta mentalidad nos deja ciegos ante el hecho de que la gran mayoría de los seres humanos es respetable y honesta, y vive guiada por el amor. La interpretación en negativo (la “hermenéutica de la sospecha”) ha tomado el mando tanto en la cultura académica como en la popular. En ella es implícito el presupuesto de que el fraude, o al menos el interés personal, está en la base de lo que parecerían ser los actos más honestos. En mi trabajo como historiador, trato de equilibrar la hermenéutica de la sospecha con lo que yo llamo la hermenéutica de la compasión. Sí, los seres humanos actuamos en función de motivos a veces en contraste, pero eso no significa que nuestros actos sean tramposos. En la inmensa mayoría de los casos, realizamos la acción adecuada por la razón adecuada, aunque nos veamos tentados por el mal o nos encontremos desorientados. Por eso, estoy convencido de que una hermenéutica de la compasión es esencial para un buen análisis histórico.

Los daños causados por la ruptura confesional del siglo XVI y la decadencia de la claridad en torno a los contenidos de la verdad cristiana son leídos por diversos intérpretes como una de las causas que han llevado a la pérdida de la credibilidad de las iglesias, abriendo paso a la secularización. ¿Le parece plausible esta tesis? ¿Las luchas por la reforma del cristianismo solo han tenido efectos corrosivos?

Los orígenes de la secularización que estamos viviendo ahora son tan numerosos y variados que me cuenta levantar el dedo acusador sobre el siglo XVI como si fuera el principal culpable. Creo que la fundación de las universidades del siglo XIII, mucho antes, fue uno de los factores. La persecución de las minorías religiosas, entonces y después, y la dura actividad censora fueron otro factor que hizo a muchas personas escépticas respecto a las iglesias. Los remedios de la medicina moderna parecen más eficaces que la oración a la hora de combatir las enfermedades. Entonces, ¿para qué rezar? Sin duda, las guerras de religión del XVI, durante las cuales los cristianos se mataban en nombre del Dios del amor, han contribuido mucho a la actual desconfianza hacia la religión, pero están muy lejos de ser la única causa de la actual sociedad secularizada.

Usted lleva muchos años estudiando la evolución del catolicismo de los tiempos modernos hasta el Concilio Vaticano II. En esta larga parábola de desarrollo, ¿cuáles han sido (si los ha habido) los elementos de continuidad e incluso de vitalidad creativa que el pueblo cristiano ha mantenido vivos, aun enfrentándose a una situación muchas veces hostil?

Los historiadores tenemos un prejuicio a favor de los cambios que tienen lugar en las instituciones y culturas. Cuando nos preguntamos “¿qué ha pasado?”, suponemos que ha tenido lugar un cambio y sobre ese cambio escribimos… Si no cambia nada, tendemos a pensar que no tenemos nada que decir. Con el tiempo, sin embargo, cada vez me llaman más la atención los elementos de profunda continuidad en el flujo histórico o, como dicen los franceses, de “longue durée”. Incluso después del cataclismo de la Revolución Francesa, la vida y la cultura francesas siguieron siendo inconfundiblemente ellas mismas. Si esto es así con las realidades seculares, tanto más cierto resulta para la Iglesia, que por definición es una institución conservadora. La Iglesia no tiene otra misión fuera de proclamar el mensaje del amor de Dios, que recibió de Cristo y de los apóstoles hace varios siglos. Por ello, la continuidad fundamental es la fidelidad de la Iglesia al proclamar este mensaje. Pero ha habido otros elementos esenciales de continuidad, como el papel de guía atribuido a los obispos en las comunidades locales, un dato institucional que salió a la luz no mucho después de los inicios del siglo II y que sigue totalmente en vigor hoy. Entre los obispos, permanece firme el papel especial del obispo de Roma, aunque la función concreta de este rol se ha visto contestada con vehemencia. Y así podríamos seguir.

Está claro, ¿pero en medio de esta continuidad fundamental?

También hay cambios notables. Permítame citar, simplemente, la “apertura al mundo” anunciada por el papa León XIII en 1891 con la encíclica Rerum Novarum, “sobre el capital y el trabajo”. El impacto de esta encíclica llegó a su culmen en el Vaticano II con la constitución pastoral Gaudium et Spes, “sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo”. El papa León fue duramente atacado por su encíclica, porque –según sus críticos– no era asunto de la Iglesia ocuparse de temas como el capital, el trabajo y el derecho de los trabajadores a organizarse. Con el tiempo, sin embargo, el derecho y el deber de la Iglesia de hablar al mundo sobre cuestiones aparentemente solo mundanas acabó siendo aceptado, y el resultado son las últimas encíclicas, como la Laudato si’. Además, la declaración del Vaticano II Dignitatis Humanae, “sobre la libertad religiosa”, tuvo como consecuencia que los Papas se convirtieron en la realidad actual en las voces más significativas y respetadas en la defensa de los derechos humanos. Un cambio aún más marcado es el que tuvo lugar con la declaración conciliar Nostra Aetate, “sobre las religiones no cristianas”. La declaración confiaba a cada uno de nosotros, pero especialmente a los Papas, una nueva misión: la de ser voces de la reconciliación entre las religiones del mundo. Es una novedad en la historia de la Iglesia. En el mundo actual, ¿acaso hay una misión más necesaria que esta?

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