Hoy la vida vuelve a renacer

Mundo · Giorgio Vittadini
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17 febrero 2020
En tiempos complicados como estos, la pasión humana y civil, la que hace interesante la convivencia cotidiana con los que nos rodean, parece haberse convertido en un bien raro. Por no hablar de la confianza en la posibilidad de dar un giro de tuerca. Por esa razón conviene seguir contando historias de renacimiento como esta que viene del lejano Brasil pero que podría suceder en cualquier parte.

En tiempos complicados como estos, la pasión humana y civil, la que hace interesante la convivencia cotidiana con los que nos rodean, parece haberse convertido en un bien raro. Por no hablar de la confianza en la posibilidad de dar un giro de tuerca. Por esa razón conviene seguir contando historias de renacimiento como esta que viene del lejano Brasil pero que podría suceder en cualquier parte.

En los años 90, la Ribeira Azul de Salvador de Bahía era una zona señalada en el mapa pero no se veía porque estaba totalmente anegada. Una espléndida entrada del océano totalmente cubierta de chozas, puentes desvencijados, palafitos pegados unos a otros. Podías ver a un anciano durmiendo en una cabaña con el agua mojando los muebles, o a un niño corriendo peligrosamente por pasarelas de madera que se balanceaban, o mujeres buscando desesperadamente lugares donde lavar la ropa.

Era el infierno de las favelas de Bahía, la antigua y fascinante capital de Brasil. Incomparable a las grandes aglomeraciones de Sao Paulo o Belo Horizonte, una realidad más trágica debido a las condiciones de vida y las relaciones humanas.

En la franja de playa que llevaba hasta la Ribeira Azul, a mediodía solía haber una fila de niños y jovencitos que todos los días se lanzaban en busca de comida. Pero lo que las ONG conseguían hacer entonces era, como mucho, asegurar un menú un día sí y otro no. Veías a chavales llorando cuando no les tocaba ese día, lloraban en silencio, apartados, partícipes de la desesperación común.

La ONG Avsi no se rindió ante aquello. Reunió a los habitantes de los palafitos y se comprometió con ellos en un proyecto de reconstrucción habitacional con servicios en la cosa. La iniciativa era ambiciosa, pero el Banco Mundial se interesó en el proyecto y puso dinero. Cuando la construcción casi había terminado, la Ribeira Azul reapareció en todo su esplendor. El proyecto podía darse por finalizado.

En cambio, un hombre de negocios acompañado por su mujer visitó la zona y se dieron cuenta de que la reconstrucción material solo era una premisa, que para hacer estable el desarrollo hay que invertir en las personas.

Enfrente de Bahía hay islas espléndidas donde los alemanes han invertido en turismo de lujo y han ganado mucho dinero. Pero aquella pareja milanesa tenía otras ideas y se preguntó: ¿de qué sirve construir casas con servicios higiénicos si luego los jóvenes que pasan de la favela a la casa siguen presos de la delincuencia, de la ignorancia, del tráfico de drogas, del desempleo estructural? Sin educación, cualquier intervención innovadora acaba destinada al fracaso. Tras su ayuda y compromiso, la pareja fue a hablar con don Luigi Giussani y decidió construir una iglesia. El resultado habla por sí solo. Mucha gente, sobre todo muchos jóvenes, conoció en esta iglesia a los sacerdotes misioneros que la guían, reconociendo en ellos un punto de referencia humano, afectivo, espiritual e incluso material. Por primera vez había alguien que pensaba en ellos, que se dedicaba a ellos.

La comunidad de lo que era un suburbio anegado en poco tiempo creció aún más. Otros empresarios vieron la importancia que tenía generar lugares de encuentros, para estudiar después de las clases, para reunirse, para jugar y hacer deporte, incluso para bailar. Decidieron así construir un centro social cerca de la parroquia y pidieron que hubiera educadores que acompañaran a los jóvenes.

Pidieron consejo a Julián Carrón, que sustituyó a Giussani después de su muerte, y este les sugirió que fueran a hablar con una mujer italiana muy implicada en una obra social. Es una historia sencilla y al mismo tiempo increíble. La mujer aceptó irse a vivir a Bahía y encargarse del centro social.

En pocos años, la Ribeira Azul no solo cambió por los nuevos edificios construidos sino por la humanidad que la poblaba. Cientos de chavales iban a estudiar después de clase, querían aprender incluso aquello a lo que en clase no atendían. El escepticismo de los dueños de las escuelas en las que estudian mutó ante este cambio y quedaron maravillados por el nuevo interés e implicación de los muchachos. La recuperación humana y escolar se vio acompañada de la pasión por el deporte. Los chavales crearon equipos, se apuntaban a carreras y campeonatos.

Obviamente, no cambió todo de golpe. El recuerdo de las favelas dejó su sello de violencia, con residuos de asesinatos y tráfico en actividades ilícitas. Pero cada vez eran más los que buscaban un futuro de estudio y trabajo. Ya son muchos los que miran este lugar como un punto de esperanza aun en medio de las dificultades en que han crecido.

Como la dramática historia de un joven que, sabiendo que una banda rival le iba a matar por un ajuste de cuentas, se pasó toda la tarde anterior con la educadora del centro, como si quisiera dejar allí un testamento espiritual: su vida duraría más allá de su violento final. Ahora hay que dar otro paso: una escuela profesional que enseñe un oficio a quien quiera aprenderlo.

La historia de Bahía no es una fábula, sino la demostración de que la vida de la gente puede cambiar si se ve inmersa en una cultura subsidiaria, que ayude a implicarse, a generar lugares de vida, de educación, de humanidad nueva.

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