Houellebecq. Cuando la felicidad es una idea sin sentido

Cultura · Gianmarco Bizzarri
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5 junio 2019
“¿Era capaz de ser feliz en soledad? No lo creía. ¿Era capaz de ser feliz en general? Creo que es la clase de preguntas que más vale no hacerse” (<i>Serotonina</i>).

“¿Era capaz de ser feliz en soledad? No lo creía. ¿Era capaz de ser feliz en general? Creo que es la clase de preguntas que más vale no hacerse” (Serotonina).

Desde la publicación de Las partículas elementales –el best-seller que le consagró a la fama internacional hace ya veinte años– Michel Houellebecq ha demostrado que no quiere ahorrar nada a sus personajes. Les manda entre nosotros con la actitud de un padre poco afectuoso, sacrificándolos fríamente en el altar de nuestro tiempo, presentando sus despojos para el juicio –casi para el disgusto– de su público. Prostrados, vulgares, infelices, los hombres y mujeres que pueblan sus historias viven degradados por todos esos males que el autor identifica como las heridas de la sociedad contemporánea. Pero precisamente en virtud de este carácter tan extremo y desinhibido, los antihéroes de Houellebecq se prestan perfectamente para iluminar la fricción del corazón humano con los impulsos contradictorios de nuestra sociedad. Es el caso de Florent-Claude Labrouste, protagonista de su última novela, Serotonina.

Labrouste es un funcionario del ministerio francés de Agricultura. Cansado de tener relaciones sexuales con chicas de las que apenas recuerda su rostro, frustrado por un trabajo que traiciona constantemente sus ideales, al acercarse a la mediana edad, se descubre habitado por “una tristeza apacible, estabilizada, que por otra parte no era probable que aumentase o disminuyera”. “A mis cuarenta y seis años nunca había sido capaz de controlar mi propia vida, en fin, parecía muy verosímil que la segunda parte de mi existencia solo sería, a semejanza de la primera, un flácido y doloroso derrumbamiento”.

“Me producía una franca repugnancia la perspectiva de darme una ducha o un baño, la verdad es que me habría gustado no tener ya cuerpo, el hecho de tenerlo, de tener que dedicarle atenciones y cuidados, me resultaba cada vez más inaguantable”. Perdido ya todo interés por sí mismo y por los demás, a Labrouste solo le queda dedicarse a tapar grietas y ahogar dolores para emprender silenciosamente un camino progresivo de autodestrucción. Decide así borrar las huellas de su vida social, abandonando a hurtadillas el apartamento que compartía con la última de sus amantes para ocultarse en la transitoriedad de una habitación de hotel, aferrándose a ese paraíso artificial que le ofrecerá la serotonina; esa que da título a la novela, una sustancia que “no crea ni transforma; interpreta. Lo que era definitivo lo convierte en pasajero; lo que era inevitable lo vuelve contingente. Proporciona una nueva interpretación de la vida: menos rica, más artificial, e impregnada de cierta rigidez. No procura ninguna forma de felicidad, ni siquiera un verdadero alivio, su acción es de otra índole: transformando la vida en una sucesión de formalidades, permite engañar. Por lo tanto, ayuda a los hombres a vivir, o al menos a no morir…, durante un tiempo. La muerte, sin embargo, acaba imponiéndose, la armadura molecular se agrieta, el proceso de desintegración reanuda su curso”.

El tiempo acompaña a las obras de Houellebecq como una leve inclinación, una lenta e inexorable vorágine. Es el zumbido de fondo donde se pierden los fragmentos de historias particulares y se hunden las civilizaciones; el desmoronamiento de cualquier posible impulso para la construcción de un camino. Un tiempo descolorido, cansino, que ve oscilar su péndulo entre los fracasos del pasado y la imposibilidad de una acción presente. “Es así como muere una civilización, sin trastornos, sin peligros y sin dramas y con muy escasa carnicería, una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, qué podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido”.

Pero más aún que la acción corrosiva del tiempo, la soledad es lo que vuelve continuamente a desencarnar la existencia de Labrouste. “Estaba solo, literalmente solo, y no extraía ningún goce de mi soledad, ni del libre funcionamiento de mi alma”. La misma ciudad de París, “como todas las ciudades, estaba hecha para engendrar soledad”. Y cuando este hombre empieza a advertir la exigencia “de hacer un balance, de convencerse en el último momento de que se ha vivido”, su imaginario “miniceremonial” no consigue contar más que unas cuantas mujeres, de algunas de las cuales ni siquiera recuerda el nombre. Solo dos rostros, los del amor, se sustraen a esta indiferencia, rompiendo el muro de la soledad. Se trata de Kate –“La última foto que tengo de Kate debe de estar en alguna parte de mi ordenador, pero no necesito encenderlo para acordarme de ella, me basta con cerrar los ojos. (…) Kate se vuelve hacia mí y me sonríe, seguramente he debido de gritarle que se gire para que le haga la foto, me mira y su mirada rebosa de amor, pero también de indulgencia y de tristeza, porque probablemente ya ha comprendido que voy a traicionarla y que la historia se va a terminar”– y, sobre todo, de Camille: “Conservo de aquel periodo un recuerdo extraño, únicamente puedo compararlo con los raros momentos que solo se producen cuando uno está sumamente apaciguado y feliz, momentos en que te resistes a adormilarte, te retienes hasta el último segundo, al mismo tiempo que sabes que el sueño que se avecina será profundo, reparador y delicioso”.

La de Camille, concretamente, se manifiesta como una presencia nueva, capaz de descubrir en la cotidianidad de las cosas un rostro distinto y todavía más familiar, como se ve claramente cuando describe su llegada a casa. “Hasta entonces yo vivía allí como en un hotel, un buen hotel, un logrado hotel con encanto, pero hasta la llegada de Camille no tuve la sensación de que en verdad era mi casa, y solamente porque era la suya”. Una mujer seria y alegre al mismo tiempo, cuyo compromiso con la vida, y sobre todo con su relación, es tal que deja sin aliento a Labrouste, quien en cambio se tomaba en serio muy pocas cosas. “Camille manifestaba en su relación conmigo la misma seriedad que mostraba en sus estudios. No quiero decir con esto que fuese austera o afectada, al contrario, era muy alegre, se reía por nada, y en ciertos aspectos incluso seguía siendo singularmente infantil, a veces tenía crisis de Kinder Bueno, cosas así. Pero éramos pareja, era un asunto serio, era incluso el asunto más serio de su vida, a mí me conmocionaban, hasta cortarme literalmente el aliento, la gravedad, la hondura de su compromiso cada vez que las leía en la mirada que posaba en mí”.

Pero a la enormidad de un respiro así se contrapone, una vez más, la mezquindad de una mirada hundida, incapaz de captar el alcance de la realidad. De hecho, por “un error estúpido”, Labrouste vuelve a traicionar esa promesa de felicidad que había vislumbrado con Camille.

Perdida ya toda esperanza, parece negarse la posibilidad misma de vivir. “Despojado de allegados, me parecía que yo aceptaba cada vez más fácilmente la idea de la muerte; me habría gustado ser feliz, por supuesto, acceder a una comunidad dichosa, todos los seres humanos quieren eso, pero, en fin, realmente en aquel momento eso estaba fuera de lugar”.

Todo está cumplido. Sin ruido, en un silencio absurdo. Pero hete aquí que, con un movimiento imprevisto, apocas líneas de concluir, Houellebecq parece decidido a arrancar a su criatura de la mediocridad, donándole un instante de conciencia trágica. Las últimas páginas de la novela representan así para el protagonista la hora de una última mirada, de un extremo –y paradójico– reconocimiento de esos signos, el misterio de esos dos amores que habían podido despertar su corazón. Precisamente del último pensamiento de Labrouste, que hasta poco antes había acusado la insuficiencia de lo creado –“Dios es un guionista mediocre (…), todo en su creación posee el sello de la aproximación y el fracaso, cuando no el de la maldad pura y simple”– y de su última voz, casi como un testamento, nace una llamada a renovar la mirada sobre la realidad: “¿Cedimos a ilusiones de libertad individual, de vida abierta, de posibilidades infinitas? Es posible, eran ideas propias del espíritu de la época; no las formalizamos, nos faltaban las ganas; nos conformamos con adaptarnos a ellas, con dejar que nos destruyeran; y luego, durante mucho tiempo, con padecerlas. (…) Y hoy entiendo el punto de vista de Cristo, su reiterada desesperación ante los corazones que se endurecen: tienen todas las señales y no las tienen en cuenta”.  

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