Historias urbanas

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13 noviembre 2018
Ser alcalde de San Montemares es una de las cosas más apasionantes que me han pasado en la vida. Llevo ya varias legislaturas, que la verdad, se me han pasado muy rápido. Se lo comentaba a mi suegro, cerca ya de la centena, y me apuntó una cosa realmente interesante cuando le dije que la sociedad ahora reclama que los políticos no sean profesionales de la política, y que roten cada cierto tiempo, y vuelvan de donde se supone debieron venir, de sus trabajos, carreras y oficios.

Ser alcalde de San Montemares es una de las cosas más apasionantes que me han pasado en la vida. Llevo ya varias legislaturas, que la verdad, se me han pasado muy rápido. Se lo comentaba a mi suegro, cerca ya de la centena, y me apuntó una cosa realmente interesante cuando le dije que la sociedad ahora reclama que los políticos no sean profesionales de la política, y que roten cada cierto tiempo, y vuelvan de donde se supone debieron venir, de sus trabajos, carreras y oficios.

Pues bien, Don Jacinto me dijo, con toda la retranca de un buen hombre que lo ha visto todo en la vida, que no hay talento ni líderes políticos para tanta rotación, que no hay tanta gente dispuesta a empeñar su vida en estas lides de la política, y menos ahora que te miran con lupa la talla del calcetín –me dijo otra prenda–, y que no hay gente tan preparada para los cometidos que deben desempeñar si llegan al gobierno.

Y tiene razón, al fin y al cabo los ciudadanos nos entregan a los políticos su Hacienda, y en algunas democracias y en todas las dictaduras, hasta la vida. El Código Fiscal y el Código Penal, por no decir el alma, como quieren ahora las sacerdotisas del género masculino, femenino y sobre todo neutro, y los sacerdotes de la memoria, arcanos de la Historia, custodios de las leyendas de esta tierra media cada vez más mediocre, como todas las de occidente.

Por una parte, si en San Montemares sigo como alcalde, es más bien porque mi gestión ha sido un bien para los vecinos, es decir, para el pueblo entero, y he de decir, no sin pena, que muchos de los aspirantes a entrar en política, contrincantes míos, no tuvieron esa vocación política que tan bien describió el bueno de Don Gabriel Elorriaga padre en su libro homónimo.

El sistema no es capaz de generar tipos que resistan los embates de la política partidista, interna y respecto de los adversarios, de aguantar un escrutinio sobre la vida personal y profesional, y que estén medianamente preparados para poder saber lo que es bueno y lo que es malo, lo que es legal y lo que es ilegal, lo que generará justicia y libertad, y lo que no.

Por supuesto, no diré que tengo esas cualidades, pero no diré tampoco que no las quiera para mí. Soy una rara excepción. Acaso, una invención. Hay que aspirar a esas cualidades mejores, superiores –esos carismas mejores que dijera San Pablo, y que nos recuerdan en casi todas las bodas actuales a las que asisto–, para poder quedarse unos peldaños más abajo.

Si una persona escucha una llamada a gastar su vida, literalmente, por su comunidad, no veo mejor ni mayor empeño que este. Si una persona desea para los demás lo que quiere para sus más cercanos y queridos, es decir, una vida próspera, honesta, más libre y en paz, no veo la razón para abandonar la política por cumplir determinada edad o llevar no sé cuántas legislaturas, siempre que funcionen las instituciones de control, los pesos y los contrapesos y el Código penal. Si no parece más un quítate tú, que me pongo yo, y los que me acompañan.

Es decir, la vocación de cada cual es sagrada, dicho sea de paso, y tenemos el derecho a desarrollarla. Eso del libre desarrollo de la personalidad, que dice la Constitución del 78 –no es un régimen–. Si además esa vocación, como sucede con los sacerdotes, no es que digamos esté muy repartida –pues requiere una generosidad y una altura de miras, normalmente contraria a los intereses personales de uno–, parece que habría poco más que añadir.

¿Hay líderes suficientes para tomar el testigo de los que lo fueron? ¿Es garantía de algo que deba haber una rotación si los controles funcionan? Otra cosa es que haya intereses en que deba darse un cambio generacional, pero precisamente, motivado más bien por la biología que por otra cosa. Otra cosa es que sea más fácil cambiar a los perros que los collares autonómicos de un estado tremendo. Y ya se sabe, el mundo se está llenado de expertos que nos hablan de longevidad e inmortalidad, y otros de un gran estado mundial. Me pregunto, ¿para estar en un asilo esperando la inyección de la felicidad mientras vemos el discurso de Navidad (o lo que venga ahora) de un preboste mundial que cambiarán al año, por viejo?

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