Entrevista a Miguel Ángel Quintana

´Hay que ser firmes en la defensa de los valores que alentaron los años de la Transición´

España · Juan Carlos Hernández
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18 octubre 2016
Miguel Ángel Quintana analiza en profundidad las cuestiones de fondo de la actualidad. El filósofo y miembro de Libres e Iguales urge a preguntarse: “¿Ni siquiera hoy dejaremos de lado un momento nuestras discrepancias sobre lo secundario para concentrarnos en lo fundamental?”.

Miguel Ángel Quintana analiza en profundidad las cuestiones de fondo de la actualidad. El filósofo y miembro de Libres e Iguales urge a preguntarse: “¿Ni siquiera hoy dejaremos de lado un momento nuestras discrepancias sobre lo secundario para concentrarnos en lo fundamental?”.

En una reciente entrevista para Páginas Digital, Mikel Azurmendi afirmaba: “Según veo yo nuestro actual nivel de educación, cultura y responsabilidad, se me aparece completamente lastrado por un enfrentamiento radical entre izquierdas/derechas, por una política practicada entre enemigos de clase o simplemente enemigos, por un imaginario de afrentas pendientes del pasado de guerra civil. Este estado anímico de resentimiento y hasta odio lastra cualquier nivel cultural alto y responsable y convierte a la sociedad civil en carnaza para el guerracivilismo”. ¿Comparte la valoración de Azurmendi?

Me temo que mi amigo Mikel anda bien encaminado, como de costumbre, en esa descripción, poco complaciente, de nuestros días. Ahora bien, al igual que me encanta debatir con él en vivo, también me gustaría ponerle algunas matizaciones a través de Páginas Digital. Osaría decir que lo que le falta al diagnóstico de Mikel es señalar que ese “guerracivilismo” no es ni mucho menos algo ubicuo, por fortuna. En la España de hoy la inmensa mayoría de la gente no vive sus vidas sintiendo como enemigos a todos los que no comparten sus ideas políticas (y, ya que hablamos de la guerra civil, quizá no sobre mencionar que en eso nos diferenciamos de lo que ocurría en la primavera de 1936, por ejemplo). La mayoría de españoles no viven amargados por afrentas incurables que “los otros” tienen que redimir; no viven interpretando todo lo que les sucede desde el resentimiento. Habitamos una sociedad plural y hay, afortunadamente, muchas cosas de las que preocuparse en la vida aparte de la política: tu familia, tu trabajo, tus dioses, tus literatos, tus cineastas, tus amigos… E incluso, una vez dentro de la política, hay también muchas cosas con que ocuparse en ella que no son solo “odiar a tu enemigo”.

Creo que todos tenemos experiencia de ello: yo hace unas semanas participé en un coloquio celebrado en un pequeño municipio de mi provincia (Castronuño, en Valladolid) que tiene cierta fama de cercanía a la extrema izquierda (fue de los pocos pueblos castellanos con alcalde comunista desde 1979; hasta el punto de que Santiago Carrillo se detuvo en las elecciones de 1982 a hacer campaña personalmente allí, pese a su reducido tamaño —reducido tamaño del pueblo, no de Carrillo, se entiende—). Y bien, al debate al que acudí me había invitado un concejal socialista, pero lo organizaba un diputado provincial del PP y acabé la noche disfrutando de la bodega familiar de una votante de C’s, en compañía del alcalde y su pareja, ambos de IU. Ese tipo de entremezclamientos son los que dan salud a una sociedad democrática (por cierto, el alcalde de IU discrepaba de todas y cada una de las cosas que yo dije en el coloquio, pero ello no obstó para que luego me convidara amable a una visita nocturna por lo más destacable del pueblo).

Ahora bien, según dije al principio, estas anécdotas no vuelven desatinada la idea de que en España persiste aún, aferrándose por cada pequeña rendija de nuestros muros, un guerracivilismo tan antañón como enojoso. Y pervive sobre todo cuando la gente abandona su indumentaria profesional, su vestimenta de andar por casa, su traje de ir a un concierto, y se pone el uniforme de “Vamos a hacer política”. Diríase que “hacer política” tiene que consistir a menudo en este país en apuntarse a un bando al que defender a toda costa y en enfrentarse a todos los demás bandos hagan lo que hagan, propongan lo que propongan. El colmo de esta obsesión con los “bandos” lo hemos visto recientemente, cuando todo un líder de un partido tan importante como el PSOE, Pedro Sánchez, se puso a hablar también de que existían, y lo dijo literalmente, “bandos” dentro de su propio partido, y que él estaba en uno y todos los que discrepaban de él en otro. (Ya solo un pensamiento tan dicotómico como este da una muestra de la futilidad de un dirigente, o mejor dicho exdirigente, como lo ha sido Sánchez).

¿Dónde está el origen de estos “bandos”?

Creo que Azurmendi habla correctamente cuando identifica las raíces de este cainismo político en la guerra civil española. Es algo que ha debido de resultar sorprendente para gente de su generación, que incluso en el cartel de una película tan exitosa como fue en su día (allá por 1978) “Solos en la madrugada” leía un lema bien optimista: “Porque no podemos pasarnos otros cuarenta años hablando de los cuarenta años…”. (Pocas veces un cartel de película ha resultado tan ineficaz como profeta). Ahora bien, a mí me gustaría subrayar que esto no es solo algo que hunda sus raíces en nuestro terrible pasado, sino que también representa para muchos un proyecto político de futuro. Las dos principales amenazas políticas que tiene hoy nuestro país, el populismo de extrema izquierda y el nacionalismo, viven precisamente de alentar esas hostilidades cainitas. El populismo (basta con leer a sus principales inspiradores teóricos, como Ernesto Laclau o el propio Íñigo Errejón) propone sin ambages una sociedad en que la mayoría nos enfrentemos con lo que ellos consideran “enemigos del pueblo” (aunque, naturalmente, ellos usen un lenguaje más críptico y digan, por ejemplo, “antagonismos” donde los demás decimos “enemigos”). Y el nacionalismo, bueno, a estas alturas ofrece pocas dudas ya que prospera alimentando la idea de que hay un ente malvado (“España”, “Madrid”, “el PP”…) que oprime nuestra “identidad” y que si no nos va mejor (dado lo maravillosos que somos todos “nosotros”, los que compartimos esa identidad) es solo por su culpa.

¿Cuál es el camino para superar esta confrontación?

Ante estos proyectos políticos que promueven el enfrentamiento entre españoles, en lugar de fomentar un clima de concordia en que dirimir nuestras innegables diferencias, hay que ser militantemente combativo. Sin odiarles (el odio es de ellos), sin caricaturizarles (dejémosles la manipulación a ellos), pero también sin ninguna connivencia ni ningún irenismo pánfilo, hay que ser firmes en la defensa de los valores que alentaron aquellos años de la Transición (y películas como “Solos en la madrugada”). Hay que volver a imaginar, como entonces, una España democrática y no cainita, plural pero no fragmentada en bandos, diversa pero no despedazada en identidades inmiscibles. Otra España es posible.

El sociólogo Zygmunt Bauman afirma que “las raíces de la inseguridad son muy profundas. Se hunden en nuestro modo de vida, están marcadas por el debilitamiento de los vínculos […], por la disgregación de las comunidades, por la sustitución de la solidaridad humana por la competición”. ¿Tiene usted la misma percepción?

El análisis de Zygmunt Bauman tiene la ventaja de que lo es de todas nuestras sociedades occidentales, no solo la española. Quizá a veces caemos en el error de centrarnos demasiado en las peculiaridades de nuestra circunstancia nacional (yo mismo lo he hecho al responder la pregunta anterior) y olvidamos que, como clamaba el monólogo final de la película de José Luis Garci que he citado antes, no somos tan diferentes de franceses, suecos, ingleses…

En efecto, parece que varios estudios empíricos corroboran lo que, desde hace lustros, Bauman viene desarrollando más teóricamente. Por ejemplo, parece corroborado que en los últimos cuarenta años la mayor epidemia de obesidad que nos asedia no es la de los cuerpos, sino la de los egos: multitud de experimentos muestran que hoy somos mucho más narcisistas que hace solo treinta o cuarenta años. Y con el narcisismo también han aumentado todos los rasgos que le suelen ir asociados: las expectativas irreales (creer que conseguirás algo que es muy improbable que consigas, solo porque “tú lo vales”), el materialismo (basar tu felicidad en lo que tienes, no en lo que eres), bajos niveles de empatía (sobre todo hacia otras personas; curiosamente esta empatía se ha desplazado hacia animalitos que, oh sorpresa, están genéticamente seleccionados para resultar “monos”, portarse de modo complaciente con los deseos del narcisista y no poder replicarle en sus opiniones)… Ha aumentado incluso la frecuencia con que se usa la palabra “yo” en las letras de las canciones pop o en los libros.

Un rasgo muy interesante es que también hemos aumentado el nivel de autoestima de las jóvenes generaciones muy por encima del que tenían sus mayores, pero eso no ha redundado (en contra de lo que nos prometían y aún nos prometen muchos psicólogos y pedagogos) en una mayor felicidad de esos jóvenes: por el contrario, la tasa de psicopatías y depresiones también ha aumentado entre ellos. Se diría que hemos fallado al decirle a nuestros jóvenes que se tienen que estimar mucho a sí mismos, pero sin aclararles por qué. De modo que su pomposa autoestima es una mera casa de paja que, como la del cuento de los tres cerditos, se derrumba al primer soplo de viento desfavorable.

En este sentido creo que viene muy a cuento lo que últimamente ha reflexionado el filósofo italiano Mario Perniola. Dado que desde 2010 (fecha del libro de Stéphane Hessel) se puso de moda la noción de los “indignados” y de “indignarse” por lo que ocurre en el mundo, Perniola quiso dar un paso atrás y hacerse una pregunta previa: ¿acaso somos dignos como para indignarnos? Naturalmente, un narcisista da por supuesto que él es digno de cualquier cosa, que para eso es él mismo. Pero ello no nos debe hacer olvidar que la idea de “dignidad” tiene un largo recorrido en la historia del pensamiento occidental, y que no solo resulta muy exigente (como en el caso de Immanuel Kant, verbigracia) o nos enfrenta con el riesgo de nuestra libertad (como en Pico de la Mirándola), sino que es todo un arduo proyecto de vida alcanzar la “dignitas” a la que nos invitaban los estoicos. Lo diré de un modo más tajante (y que probablemente no gustará a quien esté narcisistamente habituado a recibir solo palmaditas en el hombro): la gente que nunca se ha preocupado de ser digna de nada no creo que pueda ir muy lejos al exhibirnos su indignación; poco puedes indignarte si antes no te has dignado.

En el fondo, el espectáculo político que vemos ¿es una expresión de nuestra sociedad?

La política, qué duda cabe, queda afectada por todos estos avatares. Escasean los líderes que, como hicieron algunos (los más dignos, por cierto) del pasado, son capaces de decirle a la sociedad sencillas pero incómodas verdades. A una sociedad narcisista le corresponden políticos que halaguen ese narcisismo y que jamás tengan una palabra fea para los ciudadanos, cuando lo cierto es que la vida tiene una parte fea y tratar de ignorarlo solo nos conducirá a males mayores. Es más: también los políticos nos exhiben su narcisismo, sabedores de que nos reconoceremos en él, y ello explica el éxito de bravucones como Donald Trump (y lo de “bravucón” es un término que no me rebaten ni mis amigos a los que les gusta este matasiete, lo que corrobora que se han empezado a amar en los políticos defectos que hace poco los hubieran hecho indignos de su cargo).

Desde Libres e Iguales han reclamado en varias ocasiones un gobierno de coalición entre PP, PSOE y C´s. ¿Por qué?

Sí, al poco de conocerse los resultados de las elecciones de diciembre de 2015 impulsamos un manifiesto en que hacíamos esa propuesta. Los resultados de esas elecciones indicaban, a nuestro juicio (y la realidad, meses después, resulta que vino a darnos humildemente la razón), que sería extraordinariamente difícil montar un Gobierno no ya monocolor, sino siquiera apoyado tan solo por dos partidos. Ello abocaba o bien al gobierno que nosotros proponíamos (entre todos los partidos que apuestan por los valores de la Transición española y que rechazan que en estos momentos de crisis nos vaya a ir mejor por destruir España), o bien a gobiernos que negociasen con los partidos nacionalistas, chavistas, etc., es decir, con partidos que discrepan de esa convicción que tenemos la gran mayoría de los españoles.

Por desgracia los rescoldos guerracivilistas de que hablamos antes impidieron tal acuerdo. Y también lo han impedido tras las elecciones de junio pasado. El motivo principal es que hay personas en la izquierda y, más concretamente, en el PSOE que aún creen que hablar de un acuerdo con el PP es algo así como un pacto con el diablo. Se trata de una mentalidad profundamente antidemocrática (pues no hay verdadera democracia si, dentro de los valores comunes constitucionales, se quita todo derecho de interlocución a la rama conservadora-liberal-democristiana que poseen todas las democracias); mas por desgracia el narcisismo del que hablamos antes impide a muchos líderes socialistas darse cuenta de ello. Esta mentalidad sectaria nubla incluso los cerebros de personas que deberían mantener cierta inteligencia al analizar nuestra situación política: y, así, en aquel diciembre del año pasado hubo politólogos que hablaban de lo que llamaban “un pacto de centro” que incluía a Ciudadanos, PSOE y… Podemos (cuando la verdad es que este último partido presenta las mismas características de “partido de centro” que pueda presentar, por el otro lado, el ultraderechista Frente Nacional de Le Pen). Parece que a algunos no les importa retorcer el lenguaje político más básico por mor de excluir al PP de cualquier acuerdo posible

¿Qué desafíos ve más importantes en la tesitura actual?

Seamos claros (ya que no somos políticos, y menos políticos narcisistas, y no tenemos por qué halagar el narcisismo del interlocutor): España está atravesando un momento excepcionalmente peliagudo de su historia. Por suerte, como decíamos antes, nuestras vidas cotidianas no consisten solo en preocuparnos de lo político y, por ello, podemos seguir viviéndolas como si no caminásemos junto al precipicio; pero el precipicio político está ahí: pocas veces se han acumulado en la historia de nuestro país tantos peligros tan serios todos a la vez.

Sin ánimo de amedrentar al lector, recordemos los principales: estamos aún renqueantes tras la brutal crisis económica que hemos padecido y nada nos asegura que no tengamos una recaída en medio de nuestra debilidad. El Estado sigue estando endeudado a un nivel desorbitado y pese a ello sigue gastando más de lo que recauda, con lo que la deuda no deja de crecer. Los gobernantes de una comunidad autónoma, como es Cataluña, siguen saltándose impunes el espíritu y la letra de las leyes que nos gobiernan a todos, mientras que, si un ciudadano particular cualquiera incumpliese las leyes en un grado mucho menor (por ejemplo, aparcar mal un rato su vehículo y recibir una multa por ello), sería perseguido con muchísima mayor saña hasta que pagara su error por parte de ese Estado común. El populismo crece en toda Europa: esa alianza que nos ha unido a todos los europeos en el momento más pacífico de toda nuestra historia, que son las últimas décadas, podría resquebrajarse en cualquier momento. La ultraderecha (en la Europa del norte) y la ultraizquierda (en la del sur) alcanzan cotas preocupantes, con los males que ya sabemos en este continente que los extremismos siempre nos han traído. La ideología más mortífera de la historia, el nacionalismo, prospera por doquier y la segunda ideología más mortífera, el marxismo, disfrazado de nuevos ropajes populistas, vive un resurgimiento que a todos nos ha pillado un tanto por sorpresa. Nuestros países son cada vez más incapaces de competir en un mundo globalizado con los productos chinos o los de otros países emergentes y, mientras tanto, nosotros nos dedicamos a enemistarnos con nuestros vecinos, a sacar resentimientos de hace décadas o a prestar atención a auténticas nimiedades (que por supuesto a un narcisista, dado que son “sus” nimiedades, nunca le parecerán nimias; pero pese a eso lo son).

¿Ve aún factible un acuerdo entre los grandes partidos?

Si no ahora, ¿cuándo? Si no es este el momento de crear un consenso entre los principales partidos españoles, asumir juntos un programa de reformas que prepare a España para el siglo XXI y presentar un frente unido (e imbatible) frente a esas minorías que quieren destruir nuestro marco común de convivencia, ¿cuándo lo podría ser? ¿Ni siquiera hoy dejaremos de lado un momento nuestras (legítimas) discrepancias sobre lo secundario (y no niego que lo secundario a veces sea importante) y ni siquiera hoy podremos concentrarnos en lo fundamental, en lo que la inmensa mayoría estamos de acuerdo: en consolidar un país unido, fuerte, que pueda defender los derechos de cada persona; un país capaz de atender las necesidades de quien sufre no menos que de fomentar la excelencia para competir, junto con nuestros socios europeos, en la carrera de este siglo que se nos presenta tan empinado? ¿Ni siquiera hoy miraremos al futuro con circunspección, pero también con ilusión, en lugar de mirar al pasado con resentimiento y carcomidos reproches?

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