Hacia un juramento hipocrático de la ciencia

Mundo · Nicolás Jouve
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21 septiembre 2016
Se puede considerar el siglo XX como el más fructífero en el avance del conocimiento científico, especialmente con los espectaculares progresos en la teoría general de la relatividad, las partículas subatómicas y sus propiedades, los superconductores, el big-bang y la expansión del universo, la radiación cósmica de fondo, la síntesis de moléculas orgánicas a partir de las inorgánicas, la transmisión hereditaria, la estructura de la “molécula de la vida”, el ADN, y su sistema de codificación, la explicación de la evolución en términos genéticos, las bases genéticas de la diferenciación celular y el desarrollo, la neurotransmisión, los fósiles de nuestros ancestros humanos, el genoma humano, la capacidad de modificación genética, etc.

Se puede considerar el siglo XX como el más fructífero en el avance del conocimiento científico, especialmente con los espectaculares progresos en la teoría general de la relatividad, las partículas subatómicas y sus propiedades, los superconductores, el big-bang y la expansión del universo, la radiación cósmica de fondo, la síntesis de moléculas orgánicas a partir de las inorgánicas, la transmisión hereditaria, la estructura de la “molécula de la vida”, el ADN, y su sistema de codificación, la explicación de la evolución en términos genéticos, las bases genéticas de la diferenciación celular y el desarrollo, la neurotransmisión, los fósiles de nuestros ancestros humanos, el genoma humano, la capacidad de modificación genética, etc. Toda una cadena de conocimientos que han contribuido a los progresos en el bienestar social, con extraordinarias aplicaciones en los campos de las comunicaciones, el transporte, la agricultura, el medio ambiente y la salud. Otra cosa es cómo se acepta todo este torrente de conocimientos y también cómo se está aplicando y quién se beneficia de ellos. Dejaré para un futuro comentario el asunto de a quién y cómo llegan los frutos de la ciencia y me referiré en este breve análisis a los aspectos más formales sobre la admisión de la ciencia y cómo se ejerce o, a mi modo de ver, se debería ejercer.

En cuanto a la aceptación de lo que la ciencia nos revela, el primer elemento son las distorsiones o las falsas interpretaciones de los datos de la ciencia, unas veces por razones ideológicas, que en el fondo se deben a la concepción que cada uno tenga del propio hombre y otras por razones políticas o económicas, muy perniciosas al distorsionar el verdadero sentido de lo que se supone es la tarea de desvelar las causas de los fenómenos naturales del prodigioso mundo en el que vivimos. Por poner un ejemplo importante, carece de sentido negar que en las especies superiores con reproducción sexual el inicio de la vida, lo que delimita el paso de la no existencia a la existencia, tiene lugar al quedar constituida la identidad genética, de la que depende el desarrollo, es decir, tras la fecundación. Como tampoco es lógico negar la existencia de un ser humano hasta que se produzca la anidación, o se conforme el sistema nervioso, el cerebro… o incluso la capacidad de raciocinio. Esto son opiniones, aquello es certeza, ya que la capacidad de desarrollo, la conformación del sistema nervioso o del cerebro o la de adquirir capacidad de raciocinio son consecuencia de algo que ocurrió mucho antes, la constitución de la identidad genética. La fecundación es el big-bang de la vida.

Dado el carácter objetivo de la ciencia, exenta de prejuicios y derivada de la capacidad de raciocinio y creatividad propia del ser humano, los descubrimientos científicos deben aceptarse, no interpretarse.

La ciencia es algo serio. Ni es razonable la postura arrogante de algunos científicos, que están convencidos de que por medio de la ciencia llegaremos a comprenderlo todo y a dominarlo todo, como es el caso de los cientificistas, ni lo es la de quienes se aferran a opiniones o creencias, de modo que si lo demostrado científicamente me gusta lo acepto y si no lo interpreto a mi manera o simplemente lo rechazo.

Un error común sobre el poder de la ciencia es el que sostiene el biólogo británico Richard Dawkins, que en una conversación con el físico también británico Russell Stannard, opinaba que no existen cuestiones que la ciencia no pueda afrontar y que, en el momento en que las afronta, da respuestas mucho más dignas de ser tenidas en cuenta y más plausibles que las oscuras argumentaciones que proporciona la religión. Su interlocutor, Russell Stannard, considera todo lo contrario. La religión es liberadora, en el sentido de que más allá de comprender y abrazar todo lo que la ciencia puede decir sobre la naturaleza, indica también otras realidades y otras cuestiones que tienen relación con el fin y el significado. En otras palabras no debe sobreestimarse el papel de la ciencia, ni debe existir conflicto entre la experimentación y la razón, ni entre ésta y las creencias religiosas que emanan del propio sentido de trascendencia y autoconciencia humano, siempre que estas no impliquen una negación de lo que la ciencia ha demostrado como cierto. No es racional negar una explicación lógica de un fenómeno que la ciencia no ha podido demostrar, como tampoco sería honesto negar una evidencia científica verificada y contrastada, basándose en razones filosóficas o religiosas. Hay un principio claro de demarcación que delimita los campos específicos de las distintas fuentes de conocimiento. La ciencia nos explica el cómo, la filosofía y la teología el porqué. Decía G. K. Chesterton que la religión no es un freno al pensamiento, sino una base fértil y una provocación constante del pensamiento.

Otro fenómeno actual es el de la pseudociencia, de la que mejor sería no hablar, pero que arrastra a mucha gente por la cantidad de espacio que ocupan temas tales como la astrología, los ovnis, el tarot o la parapsicología en los medios de comunicación. El papa San Juan Pablo II decía que «la ciencia puede purificar a la religión del error y la superstición. La religión puede purificar a la ciencia de la idolatría y de los falsos absolutos».

Finalmente está el campo de las aplicaciones. Cómo y para qué se investiga… Es cierto, como tantas veces se ha dicho, que el conocimiento confiere poder. Pero el poder obliga a reflexionar sobre qué hago con él. Una pregunta clásica en el debate bioético es si es éticamente aceptable todo lo que es científicamente posible. En el quehacer científico tan importante es la hipótesis que se plantea como los fines a que se destinan los logros de las investigaciones. El Homo sapiens es además Homo moralis, por lo que las normas éticas deben regir la conducta de las personas en cualquier ámbito de la vida, cuánto más en aquellos campos que más contribuyan al sostenimiento y bienestar de los seres humanos, y muy particularmente de los más desfavorecidos. Dice el papa Francisco en ‘Laudato si’ (135) que «no es posible frenar la creatividad humana. Si no se puede prohibir a un artista el despliegue de su actividad creadora, tampoco se puede inhabilitar a quienes tienen especiales dones para el desarrollo científico y tecnológico, cuyas capacidades han sido donadas por Dios para el servicio a los demás. Al mismo tiempo, no pueden dejar de replantearse los objetivos, los efectos, el contexto y los límites éticos de esa actividad humana que es una forma de poder con altos riesgos», y en el siguiente apartado señala que «es preocupante que cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente, y con razón reclaman ciertos límites a la investigación científica, a veces no aplican estos mismos principios a la vida humana. Se suele justificar que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos. Se olvida que el valor inalienable de un ser humano va mas allá del grado de su desarrollo… cuando la técnica desconoce los grandes principios éticos, termina considerando legítima cualquier práctica».

Tras estas reflexiones creo oportuno volver a la racionalidad y establecer lo que se podría llamar el «juramento hipocrático» de la ciencia, en el que yo incluiría los siguientes principios: Buscar siempre la verdad; Conectar cada avance científico con nuestra realidad en el mundo y ponerlo a disposición de la humanidad; Respetar las demás fuentes de conocimiento; Respetar la dignidad y la vida de las demás personas y el equilibrio de la naturaleza; Ejercer la ciencia con honestidad y espíritu abierto con sentido del riesgo y de los límites éticos de acuerdo con el principio de que no todo lo que se puede hacer se debe hacer.

Nicolás Jouve es catedrático emérito de Genética y presidente de CíViCa (Asociación miembro de la Federación Europea One of Us)

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