Habitación en Nueva York

Medianoche. Nueva York. Silencio que interroga. El sonido de las hojas del periódico que lee él. El teclear de ella. Un ambiente cargado que aparenta lo contrario. La apacible lectura de él, el inquietante malestar de ella. Ese silencio.
Tanto ruido a lo largo de la noche. Para encontrarse en ese silencio ahora.
Gritos a lo lejos de jóvenes que se entregan a la noche. La luz encendida del hombre que vive enfrente, que escribe mientras todos duermen.
La mujer con el vestido rojo cambia cinco veces la manera de sentarse en un minuto. Toca una canción de Chopin con sus bellas manos. El hombre no levanta la mirada ni dice una sola palabra. Ella deja de ver el piano como su aliado para reconquistar a quienes considera sus enamorados.
La madera del pasillo suena. Unos pasos desiguales de hombre guían a su dueño hacia una habitación no lejos de ésta.
El traje rojo no sirve. El cuidado moño tampoco. Las manos suaves, las perfectas melodías, el perfume de esta noche o su dulce sonrisa no han sido suficientes para que el hombre la mire.
Él, enfrascado en su lectura, espera otra cosa. Una cosa distinta de aquélla que tiene delante. No lo sabe. Ahora, en este instante, espera entre las letras del diario, en la profundidad o la importancia del contenido de las noticias; en las crónicas de los corresponsales o en las historias de las disputas políticas que se suceden en Nueva York. Pura espera. ¿De qué?
La luz no permite abandonar la esperanza de algo que lo cambie todo, que lo renueve; de algo que convierta lo viejo en nuevo, lo imposible en viable, lo herido en curado. Así, son dos los corazones que, en una noche neoyorquina, sin mirarse entre sí por temor a no encontrar nada, siguen esperando.