Ha dado prioridad a lo prioritario

España · José Andrés Gallego
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12 febrero 2013
En este momento, lo que uno querría es dar las gracias a Benedicto XVI y me quedaría corto si me redujera a hacerlo por su dimisión. Ha sido un hombre de renuncias: la vivencia del 68 le pidió renunciar a mantenerse como la estrella que era en el universo de la teología más progresista; la petición de Juan Pablo II para que diera vida a la Congregación para la Doctrina de la Fe le obligó después a renunciar al prestigio de teólogo innovador que, aún así, mantenía (porque nunca dejó de serlo); la elección como obispo de Roma frustró su sueño de culminar su obra teológica y, ahora, le vence la verdad. No se ha engañado nunca y no va a hacerlo ahora. No le quedan fuerzas para la gigantesca tarea que es el gobierno de la Iglesia en el día de hoy; lo reconoce y obra en consecuencia, que es lo que siempre ha procurado hacer. Cada uno en nuestra corta medida, intenta hacer lo mismo. Pero las cuatro renuncias que he recordado son de una dimensión inusitada.

Estoy seguro de que, si se lo pudiera decir a él, no le parecería para tanto. Quizás ocurriría lo contrario: me diría que toda renuncia por amor a la verdad sobre uno mismo tiene la misma dimensión -inusitada-, sea pequeño o grande lo que uno hace y lo que uno pierde. Y tendría que darle la razón, claro está. Me lo diría con tanta sencillez que podría concluirse que renunciar a la sucesión de Pedro es, en realidad, tan sencillo como renunciar a cualquier prebenda. Pero, para eso, paradójicamente, hace falta la sencillez que debió tener Pedro, a quien Benedicto XVI sucedió. Y recuerden cómo acabó: crucificado boca abajo.

Yo diría que, en puridad, a Benedicto XVI ya lo hemos crucificado boca abajo, igual que a Pedro, con todas las miserias que propios y extraños han echado sobre él y sus palabras. Pocos períodos de la historia de la Iglesia han sido tan pródigos en miserias. Algunas han coincidido exactamente con la publicación de sus escritos más comprometedores. Basta evocar lo que coincidió con la publicación de la última encíclica, "Caritas in Veritate". Los criterios que propuso en ella para afrontar la crisis económica están a ciento ochenta grados de las medidas que se han aplicado. El resultado neto estriba en la contracción de la ayuda al desarrollo de los que lo necesitan y en la frustración de una generación de jóvenes sin porvenir y de viejos.

No ha perdido, con todo, el pulso. Ha dado prioridad a lo prioritario: entre otras cosas, la designación de los obispos idóneos; una cascada doctrinal abrumadora; una apuesta por la publicidad de los errores -y hasta de los delitos- que para sí la querrían muchos. Deja una Iglesia en pleno crecimiento, por más que lo haga en una Europa vieja, falsa y mezquina que no percibe el resurgir cristiano que se está dando en medio mundo (que no lo percibe, aviso, a Dios gracias; el mundo ha padecido demasiados redentores europeos dispuestos a redimir a los que no son europeos con los remedios que no se aplican a sí mismos).

Ojalá le dé Dios los años que le hagan falta para redondear su obra teológica. Es lo único que me atrevería a pedirle.

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