Guillermo Rovirosa. Un hombre de una pieza

Cultura · Donato Barba Prieto
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20 abril 2014
Hace 50 años que murió Guillermo Rovirosa. Tenía 66 años cuando recibió la llamada definitiva del Padre, en pleno desarrollo del Concilio Vaticano II, que con tanto anhelo esperó y siguió. Compartía, junto a otros cristianos, su esperanza de un cambio en el modelo de relaciones entre la Iglesia y el Estado en España, que les impedía respirar a pleno pulmón.

Hace 50 años que murió Guillermo Rovirosa. Tenía 66 años cuando recibió la llamada definitiva del Padre, en pleno desarrollo del Concilio Vaticano II, que con tanto anhelo esperó y siguió. Compartía, junto a otros cristianos, su esperanza de un cambio en el modelo de relaciones entre la Iglesia y el Estado en España, que les impedía respirar a pleno pulmón. Pero, a diferencia de otros, Rovirosa siempre aceptó –aunque discrepara no pocas veces– las indicaciones de su madre la Iglesia. Lo puso en práctica siempre, pero de una manera heroica cuando fue apartado de toda responsabilidad en la Comisión Nacional de la HOAC –que se puede decir que, en gran parte era obra suya– en 1957, de manera arbitraria y utilizando argumentos inciertos, y lo aceptó mansamente –utilizo el término en el sentido virtuoso de la palabra, que tiene mucho de fortaleza y nada de pusilanimidad o cobardía–, sin que se le oyera una palabra de queja o crítica.

Guillermo fue un hombre apasionado, radical –iba a la raíz, al fondo– de todo lo que emprendía. Si mantuvo una postura antirreligiosa en su juventud y hasta su conversión, no se conformó con mantener esa actitud ante quien fuera, sino que llevó ese compromiso hasta sus últimas consecuencias; así, una vez que en la Universidad se celebraba la fiesta de San Jordi –era el 23 de abril de 1920– con una representación teatral y una misa, él pidió dar una conferencia para demostrar la no existencia de Dios.

La muerte de su cuñado en 1924 le causará un profundo abatimiento que le llevará a caer en el espiritismo. Después se entregará a la teosofía, al psicoanálisis, a la religión de los parsis, el budismo, el hinduismo, la filosofía de Confucio… hasta llegar a la conclusión de que la verdad que buscaba no estaba en ninguna de esas religiones, ni en todas juntas, cayendo en un total escepticismo. Y en esa situación estaba, cuando se produjo su conversión –no es éste el lugar de contarla con detalle– al entrar en una iglesia parisina y escuchar de labios del cardenal Verdier, arzobispo de París, que el mejor cristiano era el que más sabía de teoría y de práctica de Jesús… y se dio cuenta de que de Jesús no sabía casi nada. Inmediatamente se hizo con varias biografías de Jesucristo, y siguió con las Confesiones de San Agustín. Tuvo varias conversaciones con el padre Fariña –un agustino que vivía en el monasterio del Escorial–, hizo unos intensos ejercicios espirituales y recibió su segunda Primera Comunión –así la llamó él–, una fría mañana de Navidad de 1933.

En 1935 realizó un curso en el Instituto Social Obrero, en donde conoció a Ángel Herrera y del que no salió satisfecho: el tratamiento y la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia se le quedaba corta y concluyó –siguiendo las indicaciones de Pío XII en la Quadragesimo anno–, que los apóstoles de los obreros tendrían que ser los propios obreros; para Rovirosa allí se formaban líderes y él creía que los apóstoles obreros deberían ser militantes.

Durante la guerra hubo de cambiar de casa –junto a su esposa Caterina–, por estar muy próxima al frente y se trasladó a los sótanos de la sucursal de la empresa Rifá, en la que trabajaba, en la Avenida de Eduardo Dato, 12 –hoy forma parte de la Gran Vía–. Durante los más de dos años que allí vivió, consiguió que se celebrase una misa diaria, repartiéndose más de seis mil comuniones. Ni que decir tiene el riesgo al que se exponían, tanto él como los que asistían a la misa, pero Rovirosa no era hombre de demasiados “miramientos” ante la pasión que la persona de Jesús despertó en él, ya desde el momento de su conversión. Antes de acabar la guerra se trasladaron a la calle Bárbara de Braganza, a una casa medio derruida que había pertenecido a los jesuitas y que albergaba una importante biblioteca de contenido social católico, parte de la cual no fue quemada por los milicianos ante la petición del portero de que utilizaría los libros para quemarlos en la estufa y poder calentarse… Aquí se empapó de lo que los libros explicaban sobre doctrina social cristiana, aunque no era lo que él veía que había que hacer; pero se formaba… y esperaba. Al acabar la guerra se hizo socio del Centro de Acción Católica de San Marcos, que era su parroquia, en la que cotizó hasta el final de su vida.

Durante los años 1942 a 1944 participó en los cursos del “Instituto de Cultura Religiosa Superior”, para documentarse y fortalecer su fe. Formó parte de la primera promoción que salió del Instituto. Se va preparando hasta que le llega el encargo de crear la HOAC en 1946, siendo el que le dará el aire, el espíritu, que durante muchos años tuvo. Y esto sin figurar, queriendo –aunque no pudiendo– pasar desapercibido; de hecho, cuando se decidió su separación de la Comisión Nacional se estuvo buscando su nombramiento para redactar su cese… y no se pudo encontrar porque no lo había. Si tenía que dejar de pertenecer a la Comisión, pues dejaba de estar y punto.

Guillem, como le gustaba que le llamaran, fue un hombre que no dejaba a nadie indiferente: los obreros de la HOAC lo admiraban hasta el límite; algunos sectores eclesiásticos y del régimen no podían perdonarle su libertad de espíritu y su independencia de criterio. No era hombre de componendas. Cuando algunas personas influyentes se le acercaron para proponerle hacer de la HOAC un sindicato democristiano al estilo de las ACLI –que lo eran de la Democracia Cristiana italiana–, su respuesta fue mandarlos a paseo. No servía para eso.

Y, claro es, en una España en la que todo estaba controlado y previsto, en una sociedad en la que las instancias políticas y religiosas caminaban de la mano, las preguntas y las inquietudes de Rovirosa molestaban. No encajaba ni con los que se encuadraban en el fundamentalismo ni con los hombres políticamente correctos. Ambos sectores tenían –y tienen– en común el evitar hacerse preguntas. Y Rovirosa tenía muchas… y también respuestas.

¡Descanse en paz!

Donato Barba Prieto, doctor en Historia, coautor –con José Andrés Gallego–, de la edición crítica del libro “Rovirosa hombre y pueblo. Los primeros 36 años (1897-1934). Xavier Garcia Soler”. Ed. HOAC, Madrid 2014

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