Giuseppe Moscati, de carne y hueso

Cultura · José Luis Restán
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21 enero 2013
No es la ciencia la que ha transformado al mundo, sino la caridad. La frase no es de un sacerdote ni de un teólogo, sino de un científico que repasa su vida antes de morir: un médico brillante que aprovechaba todos los adelantos de la ciencia para curar a sus enfermos. Hablo de Giuseppe Moscati, médico napolitano canonizado por Juan Pablo II, cuya vida podemos conocer y gustar a través de la película de Giacomo Campiotti que ha llegado a nuestras pantallas. Mientras dure.

Seguramente Moscati, el médico de los pobres no ganará un Oscar. Y poco me importa. Sin arrogarme ningún título de crítico cinematográfico me atrevo a decir que es una producción muy digna, con hermosa fotografía, interpretaciones consistentes, buen ritmo narrativo… y sobre todo un aroma inconfundible de lo verdaderamente humano. ¿No es eso la santidad? Mientras las pantallas, los papeles y las redes se pueblan tantas veces de un polvillo volcánico que hace casi imposible reconocer los perfiles de lo humano, en esta cinta se pueden reconocer con una transparencia que se aleja tanto del escepticismo como de esas estampas naif que prometían una felicidad barata a finales de los 70.

Esta no es una bella historia soñada por un iluso para contentarnos de nuestras amargas miserias. Es historia viva, carne y sangre, alegría y dolor en las calles del Nápoles de primeros del siglo XX. Como la historia de Jesús llevaba pegado el polvo de los caminos de Galilea y los clamores de leprosos, prostitutas, recaudadores, soldados y maestros de la Ley, la historia de Moscati lleva prendidos los aromas de los pobres en el barrio español de Nápoles, y los lamentos de los enfermos en el Hospital de Incurables de aquella ciudad única por tantas cosas. Me sentía excitado pensando: no es un personaje de ficción, amigos, ¡esto ha pasado! Tal cual.

Lo primero que impresiona es la mirada del joven médico a la realidad que le circunda, bella o terrible. Una mirada que acoge todo, lo bueno y lo malo, que contempla cuanto acontece en la perspectiva de su sentido último, que no cede a la tentación del absurdo, que no sucumbe al resentimiento ni al cinismo. Es así como sus derrotas se transforman en victorias, aunque estas tengan un tinte muy distinto al que nos acostumbra la publicidad. Quizás el centro de gravedad de la película se encuentra en el momento en que el joven idealista entiende que su misión no es aniquilar el mal del mundo. De hecho el mal lo acompañará de cerca hasta el último minuto, pero nunca logrará doblegarle. Su vocación (también como médico que usa toda la astucia y todas las herramientas de su ciencia) será hacer presente la misericordia de Dios en medio de un mundo plagado de llagas. Y esa misericordia tiene el poder de recrear la vida.

Es un amor que cura, no porque siempre triunfe contra la enfermedad, tantas veces no es así. De hecho mueren en sus brazos seres muy queridos como Agnielo, un niño de la calle; la prostituta enamorada de su mejor amigo, o su descreído profesor de Medicina. Pero el amor del que Giuseppe es vehículo y testigo produce un cambio decisivo que es la auténtica victoria sobre el mal y sobre la muerte; por eso los tres amigos mueren en sus brazos con el perdón y la esperanza en los ojos.   

Estamos ante un hombre completamente extraño al moralismo. No tiene recetas, no lanza discursos; como Jesús, sabe mirar a todos con esa mirada de estima, de ternura y de piedad última que abrasa los obstáculos más duros, con esa mirada que parece repetir las palabras del Maestro: "si conocieras el don de Dios…". Es curioso lo poco que dedica la película a dejarnos ver sus devociones personales y sin embargo cada fotograma está transido de una fe que es conciencia viva y apasionada del Señor presente que abraza y cura los cuerpos y las almas de cada criatura que se abre a Él.

Y como todo testigo, Moscati está dispuesto a pagar el precio. Comienza a pagarlo al ser rechazado por la mujer que amaba, y seguirá pagando con la renuncia a su posición, a sus bienes, a la buena fama… para terminar pagando el precio de su propia salud y entregar la vida con apenas 47 años. Impresiona contemplar su leve envejecimiento, su creciente fatiga física que realza más aún la limpieza de su mirada siempre alegre, proyectada cada vez más hacia el futuro.

Mientras contemplaba la película crecía en mí la pregunta sobre el humus del que nació esta vida, sobre el pueblo del que era hijo, sobre la tradición que él heredó haciéndola fructificar de un modo nuevo en la circunstancia que le tocó vivir. Verdaderamente no son la ciencia ni la política las que transforman realmente el mundo, sino la fe que obra por la caridad, como tantas veces repite Benedicto XVI. Mientras exista un pueblo que vive de la fe, seguirán floreciendo los santos. Y habrá esperanza para el mundo.                     

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