Gibraltar (y II)

España · Angel Satué
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26 agosto 2013
Para España Gibraltar es algo más que política exterior, es parte de su alma nacional. Por Gibraltar entró el moro Tarik. Ahí está toda la cuestión. De alguna manera, no está acabada la Reconquista sin soberanía sobre este territorio. No es algo racional, es telúrico.

Para España Gibraltar es algo más que política exterior, es parte de su alma nacional. Por Gibraltar entró el moro Tarik. Ahí está toda la cuestión. De alguna manera, no está acabada la Reconquista sin soberanía sobre este territorio. No es algo racional, es telúrico.

No obstante, España es potencia regional en ese mar Mediterráneo donde se enclava el Peñón, y global gracias a su lenguaje. Aquel de acento suave y meloso de América. Ahí es nada.

Ahora bien, el verdadero problema de Gibraltar (de España y de la Unión Europea) es el contrabando y sus alardes financieros. Competencia desleal, 140 millones de cajetillas importadas anualmente, 30.000 sociedades financieras, 7.100 millones de libras gestionadas –poco, frente  los 152.000 millones de Jersey-, 16 filiales de bancos internacionales y 55 aseguradoras, ausencia de IVA, tipo máximo de IRPF del 25%, 10% para las sociedades, sin impuestos de patrimonio, sucesiones, tabaco o capital, etc. Es la última marca hispánica. Gibraltar es una especie de taifa anglo-berberisca que acoge nuevos Drakes. Tiene andares de la isla Tortuga, y su política de tronera y bandera negra es angloparlante.

Los bloques de hormigón con pinchos erizados en aguas de España que echaron al mar son un acto hostil de un pueblo que no tiene el coraje de enfrentarse al Reino Unido por su pretendida independencia. Los hijos del Peñón se comportan en ocasiones como los de la Isla de la Tortuga, las Barbados, las Bermudas, y tantas otras dedicadas (históricamente) al pillaje y al saqueo. Son sus intereses. Pero no son legítimos, pues muchos llanitos residen en España. Desean un territorio abierto al albedrío legal. Y desean después la seguridad española, la social sobre todo.  Los hijos de Gran Bretaña lo consienten. España y el derecho comunitario lo padecen. Algunos españoles seguramente también se aprovechen.

A pesar de todo, para la OCDE ya no es un paraíso fiscal, aunque sigue siendo un paraíso para aquellos que aman estar al borde de la ley o, en este caso, de la Verja – que, por cierto, la levantó Gibraltar por vez primera en 1909.

Cuando se produce un malentendido, un quítate-tú-que-me-pongo-yo o palabras mayores y malsonantes del gobierno autónomo de Gibraltar, inevitablemente la relación entre España y Reino Unido se resiente. Gracias a Dios ambas naciones soberanas tratan de no mezclar churras con merinas. Pero consentir, lo que se dice consentir, la metrópoli de la colonia consiente, y mucho. Sobre todo porque como dirían ellos, Gibraltar no es un “right pain in the ass”, al menos de momento y, en resumidas cuentas, los llanitos meten en relativamente pocos líos a su metrópoli considerando los grandes beneficios que obtiene el Reino Unido.

Se antoja evidente que hasta que no lo sea (un “pain in the ass”), no existirá un interés en acudir a las fuentes de la convivencia anglo-hispana en el mundo, que viene de siglos, y buscar en ellas los criterios para avanzar en una fórmula eficaz y transitoria, de siglos tal vez, de co-soberanía. Serán los criterios de dos naciones que ensancharon Occidente y el mundo conocido, contribuyendo con éxito a la globalización abierta que vivimos. Unos principios que inspiran la propia Unión Europea.

La intervención de la Unión Europea hay que verla como una novedosa aproximación al problema. Incluso favorable a nuestros intereses si se hace una acción de lobby ante las instituciones comunitarias por parte de la industria pesquera española, y de las instancias gubernamentales. Pero la Unión llegará donde lleguen sus competencias, y tal vez es por ello que el Gobierno ha elevado la cuestión en materia de incumplimientos pesqueros y medioambientales. Por otra parte, recordemos que es un territorio que no pertenece a Schengen, y no rige el libre tránsito de personas ni mercancías. Además, el control de las fronteras es competencia exclusiva de los estados de la Unión, y corresponde a las naciones concretar las medidas de control adecuadas y proporcionales.  

Introducir a la Unión es un elemento lógico dada la común condición de España y Reino Unido de ser parte de la misma. Nuestro gobierno ante una nueva provocación consumada, acto de pésima vecindad, ha cumplido estrictamente con el espíritu del Tratado de Utrecht, al restablecer controles serios y acordes con el fraude detectado. En el Artículo 10, se dice que: “pero, para evitar cualquiera abusos y fraudes en la introducción de mercaderías (…) (el peñón se cede) sin jurisdicción alguna territorial y sin comunicación alguna abierta con el país circunvecino por parte de tierra”; y sigue diciendo que: “siendo la mente del Rey Católico sólo impedir  (…) la introducción fraudulenta de mercaderías por la vía de tierra”).

En mi opinión, la postura británica es inmune a todo diálogo maduro. No hablarán de soberanía ni de nada, salvo de pesca, flora, fauna y las nubes, en su caso, mientras les interese ser potencia global, y puedan, y Gibraltar no les sea gravoso. La lucha contra Alcaeda en el sur del Magreb (Sahel) no hace predecir cambios destacables en la próxima década, dada la proximidad geográfica.

Sin duda alguna, la Unión Europea debería ser el foro para que una España y un Reino Unido comprometidos con el bien común de Europa, y con el interés general de sus respectivas naciones, organicen el anacronismo de que un país socio, amigo y aliado mantenga una colonia en el territorio de otro país amigo socio y aliado, cuando en ambos territorios viven además cientos de miles de nacionales de uno y otro país. Convivencia que es ejemplar en términos generales, y más allá de los localismos costumbres e idiosincrasias de cada cual.

Inglaterra y España han construido con sus instituciones, su derecho, sus costumbres y sus valores un planeta Tierra más interdependiente que nunca. España e Inglaterra, sin duda ninguna son socios, amigos  y aliados, y han contribuido a tal fin. Son tantas las coincidencias como parte de Occidente, como tantas las diferencias en la medida en que nosotros somos mediterráneos y ellos siéndolo, jamás lo podrán ser.

De algún modo u otro al nadar o navegar por el mar Mediterráneo, de un azul que no tiene ningún otro mar en el mundo, y que es patria común de millones de ribereños, navegamos por las aguas que fueron y ya no del Pirineo, por el rio Ebro, y del Alto Nilo de Sudán. Nos mojamos en el agua del Po, del Orontes, del Ródano y del Tíber, y también del Maritsa, del Menderes, y del Muluya. El Támesis, queda lejos, muy lejos, y es tal vez la razón más simple para hacer ver en Bruselas que no se puede consentir un acto imperialista en el territorio de la Unión, como si Gran Bretaña fuese un poder opresor e imperialista.

Tal vez algún día bajo bandera de la Unión, se cree una autoridad anglo española, con aires locales, o tal vez, podamos buscar la utilización conjunta del aeropuerto y base naval para operaciones conjuntas militares de la Unión Europea. A esto último algún que otro estado europeo mediterráneo daría un gustoso sí. Tal vez nosotros podamos cuestionar que Inglaterra no ceda a la Unión su presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU. Tal vez la Historia aprenda de nosotros que Gibraltar llegó a ser español, y que acomodamos nuestra Constitución para incluir el inglés como lengua oficial del Peñón, tercera ciudad autónoma de España. Tal vez podamos dar a la Historia una nueva lección de concordia entre europeos, de cómo se negocia, es decir, de cómo se exige y se renuncia al tiempo y se confía en la otra parte. Mucha paciencia y gran altura de miras como ingredientes. España y el Reino Unido tienen el deber moral de apostar por el diálogo. Por azares de la Historia nuestro presidente se baña en aguas atlánticas, y el británico, en el mediterráneo. Vaya paradoja.

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