Gerardo y el Estado
Lo sé, lo tengo difícil. Y es que, entre mis amigos y conocidos, y en los medios de comunicación social, el estado no tiene buena prensa. Muchas veces con razón y otras para nada en absoluto. Para muchos el estado es un ente extraño y omnipresente, el beneficiado del robo generalizado que son los impuestos, un despilfarrador al que debemos combatir. Para otros es el bálsamo de Fierabrás, la solución de todos los males. Nuestros políticos utilizan estos prejuicios bien para jugar a una subasta de promesas de supresión y/o disminución de gravámenes y organismos, bien para regar de incremento de subvenciones y nuevas leyes intrusivas. ¿Quién está en lo cierto? ¿hacia dónde nos lleva esta carrera de reclamaciones de disminución o aumento de lo estatal?
Todos tenemos en mente el inmenso daño que el estatismo político y económico ha ocasionado y sigue ocasionando en los regímenes totalitarios en varios lugares del mundo. También lamentamos las atrocidades que se cometen en los múltiples estados fallidos algunos verdaderamente cercanos. Mucho o ningún estado llevan a la barbarie. En Europa durante décadas del siglo pasado la consigna consistió en desplazar sus funciones hacia el mercado y la sociedad. Todos, incluida la izquierda, iniciaron procesos de privatización y desregularización, y el principio de subsidiariedad fue esgrimido para externalizar los servicios que el sector público no realizaba eficientemente. Todos creyeron que el poder prodigioso de “la codicia de los panaderos” convertirían por arte de magia el egoísmo privado en bien común. Mientras tanto un sorprendente Estado del Bienestar situaba a algunos países nórdicos en lo más alto de los rankings de índices de desarrollo humano.
En esas andábamos cuando en agosto de 2008 explotó la burbuja financiera y con ello la mayor crisis económica global de la historia. Nada volvió a ser lo mismo. En aquellos días aprendimos que los mercados sin regulación dejan de ser perfectos y que la reacción de los gobiernos estuvo lejos de ser la adecuada. Nos dimos cuenta de que sociedad y estado andaban desnudos cada uno actuando por su cuenta. Había que replantearse el papel de los dos y reformularnos el viejo y repetido lema de “más sociedad y menos estado”. Y es que no es posible más de lo uno sin más de lo otro. Una sociedad viva y sana es condición necesaria para el éxito de un estado eficaz y no invasivo. Y viceversa. No es suficiente invocar el protagonismo de la sociedad civil cuando en muchos casos esta se ha reducido a sociedad económica, que, en ocasiones, voluntaria o involuntariamente, ha dañado el tejido social mediante la cultura del descarte o el daño medioambiental. Las obras sociales también deberían comparecer ante el tribunal del bien común. Y, al mismo tiempo, hace falta en la plaza pública debatir, evaluar y exigir una verdadera subsidiariedad práctica que impulse a los organismos públicos a servir realmente a sus ciudadanos. Reformulemos entonces: “mejor sociedad y mejor estado”.
Los últimos dos años de grandes crisis han acelerado la pertinencia de esta cuestión. Los acontecimientos han provocado en nosotros la sensación de divorcio entre el poder (la capacidad de conseguir que se hagan las cosas) y la política (la capacidad para decidir qué cosas deberían hacerse). Es lo que algunos han denominado la “crisis de la agencia”. Estamos paralizados porque no sabemos a quién culpar de nuestros males ni a quien pedir la solución de nuestros problemas. Los estados-nación “territoriales” han experimentado no estar preparados para afrontar desafíos globales de naturaleza “extraterritorial”. Ante la falta de responsables, se hace inevitable la frustración, la amargura y la ira, de la que se nutren populismos y nacionalismos excluyentes.
A la situación general hay que sumar la coyuntura española. El declive de nuestra Administración General del Estado y su descoordinación con el resto de administraciones es patente. Se trata de una organización cada vez más débil, envejecida y excesivamente politizada. Al partidismo en el nombramiento de puestos de responsabilidad, se suma la sensación de desprestigio institucional, y la multiplicación de mecanismos de control inútiles que hacen que la buena gestión pública sea una epopeya hercúlea. La lentitud burocrática hace que se llegue mal y tarde, y que la calidad de los servicios públicos haya ido degradándose sin remedio. La gestión de los fondos europeos es una prueba más. Expertos del Banco Mundial afirman que España es el paradigma de un estado del bienestar fallido. Sin inversión ni modernización, sin posibilidad de atracción y retención de talento nuestro sector público languidece. Y eso debería preocuparnos a todos. También a los que sabemos que el verdadero protagonista de la vida pública es la persona y la sociedad civil.
No todo es negativo. Dentro de nuestra función pública siguen existiendo verdaderos servidores, que, aunque mal pagados y poco reconocidos, entregan su vida en su trabajo con una profesionalidad y dedicación fuera de lo esperable. No lo hacen todos, pero sí la inmensa mayoría. Los vimos actuar en la crisis del Covid. Pero los héroes a los que aplaudimos con entusiasmo los olvidamos en cuanto volvimos a la normalidad. No hay verdadera democracia sin una administración técnica y neutra con servidores públicos formados y motivados. Son ellos los que diariamente actúan como límite a la arbitrariedad política, así como garantía de imparcialidad y protección a los que más lo necesitan. También a los que no creen en ellos y/o no quieren pagar el precio. Los que han sido tratados en hospitales, escuelas, y otros servicios públicos lo han comprobado.
Hace un tiempo, coincidí en varias reuniones con el que en aquel momento era el representante de los empresarios del sector turístico español, el conocido empresario Gerardo Díaz Ferrán. En muchas ocasiones se dirigía a los funcionarios diciéndoles: “ya puedes hacer lo que te digo porque con mis impuestos te pago tu sueldo”, “con vosotros este país no sale adelante”, o “no sabéis lo caro que me salís”. Nosotros seguíamos con nuestro trabajo y en alguna ocasión le recordábamos que el interés general va mucho más allá que el interés particular, ya sea empresarial o de partido. Gerardo con el tiempo llegó a ser presidente de los empresarios españoles, un reputado representante de lo mejor de nuestra sociedad. Años después, y en pleno ejercicio del cargo, fue condenado por varios delitos societarios y contra la Hacienda Pública, blanqueo, integración en grupo criminal y apropiación indebida de cinco millones de euros. Quiero creer que tras su paso por la cárcel Gerardo cayó en la cuenta de su error. O quizá persevere, quien sabe. Nosotros, los empleados del sector público, le seguiremos sirviendo de todas las formas.