Geoestrategia de la satisfacción

Editorial · Fernando de Haro
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16 junio 2024
Las democracias más industrializadas se desestabilizan por un sentimiento de miedo, por una falta de simpatía hacia el otro, por una debilidad antropológica. Todos esos factores alimentan el populismo y el nacionalismo.

La geoestrategia, aunque parezca extraño, es una expresión de la cultura. La cultura es una expresión de la antropología, es decir de la búsqueda de sentido, de aquello por lo que se vive. De aquello que alimenta no los discursos sino de las experiencias cotidianas de la vida. La reunión del G7 celebrada en Bari la semana pasada ha sido un buen retrato del momento que vive el mundo.

En la foto de los mandatarios no estaba, como es lógico, Putin. Hubo un tiempo no muy lejano en el que Rusia asistía a las cumbres del G7. Su participación quedó suspendida en 2014 después de la anexión de Crimea y Moscú abandonó definitivamente el grupo  en 2017. En esta ocasión, una de las principales decisiones que se ha tomado ha sido conceder un crédito por valor de 50.000 millones de dólares a Ucrania para luchar contra la invasión del ejército ruso.

El G7 ha apoyado la lucha militar contra Rusia y ha reprobado las prácticas abusivas y los subsidios de China con los que el Gigante Asiático avanza en su penetración comercial, industrial y estratégica en casi todos los rincones del mundo. La reunión en Bari acredita que Occidente y el Norte rico del planeta están enfrentados con Rusia y China. No cuentan con el apoyo de muchos países de América, África y Asia. De un lado los miembros del G7, de otro lado Rusia, China, Irán y Corea del Norte que estrechan lazos. Aunque en la cumbre han participado algunos invitados como la India y Brasil, representantes  del Sur Global, esas potencias medianas de lo que antes se llamaban “países en desarrollo”, están cada vez más lejos de Occidente y del Norte.

En el bloque del G7 reina el desconcierto. Estados Unidos ha perdido la claridad estratégica. Lo que defiende hoy el presidente de Estados Unidos puede cambiar radicalmente a partir de enero si Trump gana las elecciones. Casi todos los que han aparecido en la foto del G7 tienen una baja popularidad en sus países de origen o están a punto de salir de sus gobiernos. Macron, en la cuerda floja después de las europeas, ha representado a una Francia en la que el populismo de Le Pen sube como la espuma. Scholz, encarnación de la socialdemocracia, estaba moralmente derrotado por una Alemania en la que AfD, formación radicalmente xenófoba, se ha convertido en la segunda fuerza. Sunak estaba a punto de enterrar a la derecha británica después del error del Brexit y de cómo se han gestionado sus consecuencias. No es solo una cuestión coyuntural.

Da la sensación de que hemos vuelto a la situación de las disputas imperiales de hace 100 o 125 años y que todos los esfuerzos por construir fórmulas diplomáticas de cooperación e integración hayan saltado por los aires. Más que nunca el derecho y las instituciones internacionales, desarrolladas para construir un mundo más justo, parecen haber fracasado. En realidad los procesos históricos son mucho más lentos de lo que pensamos y los cambios nunca son lineales y ascendentes. Afortunadamente no estamos como hace un siglo porque nos hemos asomado a un mundo diferente y ese mundo queda como un referente.

¿Y la cultura, el sentido, qué tiene que ver en todo esto? El fenómeno es complejo pero hay un denominador común. Las democracias más industrializadas se desestabilizan por un sentimiento de miedo, por una falta de simpatía hacia el otro, por una debilidad antropológica. Todos esos factores alimentan el populismo y el nacionalismo. Lo mismo sucede en el otro “bloque”. Putin no hubiera podido resistir con una Rusia pobre y despoblada sin el apoyo exterior y sin el resentimiento. China, gigante con grandes problemas económicos y sociales, es incomprensible sin un nacionalismo de naturaleza casi religiosa. El “patrón cultural” del momento es la disolución del patrón precedente sin que haya surgido el nuevo, es la busca ansiosa y temerosa de alguna forma de seguridad. Estamos ante el estallido de la  energía inagotable de hombres y mujeres que buscan una identidad sólida a la que pertenecer, una vida justa, una satisfacción como personas y como pueblos. Una energía que no se había desencadenado en momentos precedentes por la estabilidad de los sistemas. Esta energía puede ser, es de hecho, un recurso positivo.

 

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