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Generación millennial

Mundo · Elena Santa María
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9 marzo 2017
A los nacidos entre 1982 y 2004 nos llaman la generación millennial. Nacimos en años de prosperidad pero al llegar a la veintena nos hemos encontrado con la crisis. La Fundación Porcausa habla de nosotros como ´el colectivo de los sueños rotos´. Javier Ayuso, en un artículo para El País afirma que los millennials se ven a sí mismos ´como una generación perdida en el camino entre dos mundos”.

A los nacidos entre 1982 y 2004 nos llaman la generación millennial. Nacimos en años de prosperidad pero al llegar a la veintena nos hemos encontrado con la crisis. La Fundación Porcausa habla de nosotros como ´el colectivo de los sueños rotos´. Javier Ayuso, en un artículo para El País afirma que los millennials se ven a sí mismos ´como una generación perdida en el camino entre dos mundos”. Como decía una joven millennial de forma gráfica esta misma semana en un conocido programa de radio: ´Somos una generación de transición. Somos la última en muchas cosas y la primera en otras tantas. Estamos entre lo viejo, que no acaba de morir, como el papel o el bipartidismo, y lo nuevo, que no acaba de nacer. Una generación que compra las entradas de cine en Internet y luego las imprime´. En esa incertidumbre, ´Vivir la vida´ es una frase que repiten cuando les preguntas a qué aspiran. Para Elías Rodríguez, de 25 años, esa expresión se resume en ´tener un buen sueldo trabajando poco´. Amalia Barrigas, de la misma edad, es más contundente: ´La generación millennial aspira a vivir la vida, pero porque creo que no tiene ni puta idea de lo que es la vida´. Esta sensación la explica bien Leila Guerriero, también en El País, cuando habla de sus deseos de la infancia. Ella quería ser como la ´gente que andaba por ahí sin más rumbo que la inmensidad, que no se quedaba nunca en ninguna parte, que no tenía más patria que la de su sombra, más ansia que la de partir´.

Con esta incertidumbre, este no saber a dónde ir, miramos a nuestro alrededor, a lo que nos ofrece la sociedad. Desde Suecia, un país referente en muchos aspectos, nos llega la ´teoría sueca del amor´, con dos ingredientes: independencia y soledad. Inma Monsó nos pone algunos ejemplos en La Vanguardia: ´una clase de sueco para refugiados procedentes de Siria y Eritrea. La profesora les recuerda que respondan con monosílabos: los suecos son poco comunicativos. Los alumnos se quejan de la falta de inmersión lingüística: no pueden practicar por falta de suecos dispuestos a conversar. Otra escena: como los bosques en Suecia son inmensos y los suecos pasean solos, cada semana se pierden montones de ellos. De modo que se organizan grupos de buscadores (sólo un alto concepto del civismo logra agrupar a los suecos) que hacen batidas los fines de semana´. Más adelante cita a Bauman: ´La independencia, dice, ‘es cómoda y por tanto adictiva: cuando la tienes quieres más y más’ (bueno, no podemos olvidar que Bauman ha sido el filósofo de la modernidad líquida y también que de¬sarrolló una interesante teoría del temor al vínculo y al compromiso). Luego Bauman nos invita a preguntarnos sobre el papel del Estado de bienestar en este malestar individual. ¿Debemos concluir que las cotas de bienestar social alcanzadas por los suecos son en parte responsables de este estado de cosas? ¿O que el bienestar social impecable al que tan ávidamente aspiramos los países del sur ha de desembocar necesariamente en la soledad y, por tanto, en otro tipo de malestar aún más insidioso que el de la miseria?´.

Por su parte, Fernando Savater critica en El País el concepto actual del amor: ´Parece que va siendo evidente que la distopía que nos corresponde no es 1984, de Orwell, sino Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en el que hay consenso para que desaparezca por nocivo y peligroso el ‘amor romántico’, ese pleonasmo (como el agua húmeda). Sin amor sólo quedará el sexo como placer y fiesta, una especie de amor sin espinas, como los filetes de pescado congelado. Punto final a esa manía alucinatoria de buscar nuestra otra mitad, el cariño absoluto que da sentido a la vida o compensa de no encontrarlo, los celos y recelos, las cóleras y reconciliaciones, la pérdida, la fatiga asombrosa de querer. ‘Si duele no es amor’, han decretado los coachs (esos psicólogos para quienes no tienen ya psique). Así podemos despachar el estorbo de casi toda la literatura occidental, basada en que solo es amor si duele. Y sus contradicciones: el poeta que se queja de la espina en el corazón clavada y cuando se la quitan protesta porque ya no siente el corazón… ¡Bah, no tienen pensamiento positivo, no saben pasarlo bien! Así les va a las pobres chicas, Emma, Ana, Desdémona… el último beso de Otelo. ¡Otelo! ¡Cómo no le da vergüenza a Shakespeare ser tan romántico al hablar de la violencia de género! Necesitamos menos poetas y más pilates: hay que decírselo a los adolescentes enseguida, para que no se amarguen la vida´.

´En este contexto -explican Irene Lozano e Iñaki Ortega en El Mundo- cada vez cobrará más relevancia una cualidad hasta ahora menor: la disposición a aprender. Puesto que uno no puede saber durante cuánto tiempo seguirán siendo válidos sus conocimientos, tener una mente abierta y el deseo de aprender toda la vida será una habilidad muy valorada, como garantía de una continua adaptación al cambio. Esto nos obliga a repensar los estadios más elementales de la educación obligatoria, donde se deben cultivar actitudes que hagan apasionante el hecho mismo de aprender: estimular la curiosidad, la autonomía, el pensamiento crítico, la capacidad de formular las preguntas adecuadas, la creatividad… Todo esto requerirá un enorme esfuerzo en la formación básica. El estado volátil de la sociedad exige también que la educación luche para definir valores sólidos que impidan que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios debilite aún más los vínculos humanos. Necesitamos que la educación plante cara al individualismo y apueste por un humanismo cada día más necesario´.

Parece que Manuel Rivas les da la razón en El País Semanal: ´En la pesadilla futurista que George Orwell describía en 1984, un poder totalitario controlaba las mentes por medio de la llamada neolengua. En los tiempos de la posverdad, la neolengua ha dejado de ser una ficción. Hay altos estrados mundiales donde la mentira habla con desparpajo oficial. No es de extrañar que la verdad se esconda en lo más frágil, en lo más excéntrico. Y que volvamos a buscarla en esa lengua secreta que todavía llamamos poesía´.

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