Francisco en Iraq. Papa de todos

Editorial · Fernando de Haro
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7 marzo 2021
Ver el pasado domingo al Papa avanzar por esas calles que estuvieron saturadas de escombros, que olían al terrible olor de la guerra, a humo de destrucción y muerte, ha sido asistir en cierto modo a un milagro.

Qaraqosh, la ciudad más importante de la llanura de Nínive, ciudad cristiana, hace cuatro años era todavía zona cero del yihadismo. En Mosul todavía ondeaban las banderas negras del ISIS. El rugido del fuego de mortero se oía a lo lejos. Qaraqosh era entonces una localidad fantasma, desierta, saqueada, destruida por el impacto de grandes bombas de los estadounidenses que atravesaban los edificios de varias plantas, rematada por los combates cuerpo a cuerpo del ejército kurdo. Al entrar en su catedral pisé en el suelo los casquillos de bala: se había utilizado como galería de tiro. Las columnas quemadas y llenas de pintadas proclamando la victoria del nuevo califato. Las imágenes santas profanadas con saña, mutiladas. Hasta el aire parecía tener la frialdad y la negación que sale del odio a la vida. Por eso, ver el pasado domingo al Papa avanzar por esas calles que estuvieron saturadas de escombros, que olían al terrible olor de la guerra, a humo de destrucción y muerte, ha sido asistir en cierto modo a un milagro. Las calles limpias, la catedral luminosa, sus columnas sosteniendo la vida, no la muerte. Francisco ha visitado Mosul y Qaraqosh, el epicentro hasta hace muy poco de un nihilismo violento que ha utilizado la religión como pretexto. No por casualidad las huellas, las pintadas que dejó el califato en sus muros, estaban escritas en árabe pero también en lenguas occidentales: inglés, alemán. Allí hubo un agujero negro que atrajo voluntades dispuestas a negar el ser y la vida.

Y en esa catedral Francisco ha relanzando al mundo el testimonio de los mártires iraquíes, de todos los cristianos de Oriente Próximo. De los que fueron fieles hasta la muerte, de los 120.000 que en una sola noche de agosto de 2014 tuvieron que dejar sus casas de la llanura de Nínive porque llegaba el ISIS, de los que lo perdieron todo, de los adolescentes a los que se les puso la pistola en la cabeza para que renegaran de su fe, de las mujeres que no pudieron escapar y fueron convertidas en esclavas sexuales, de las madres que vivieron la mayor angustia, la de pensar que sus hijas serían violentadas. El Papa ha relanzado al mundo el tesoro de la victoria desarmada de mártires y testigos ante las huestes de una nada que buscó su fuerza en el infierno. Ha alentado el retorno, sí, de los cristianos a la llanura de Nínive. Solo han vuelto la mitad. El éxodo, en realidad, comenzó mucho antes del ISIS. Se aceleró cuando Bush decidió invadir el país por un falso ideal, por la defensa abstracta de unos valores democráticos concebidos sin historia y carne. Al subrayar con su visita el valor del martirio y el testimonio de los cristianos iraquíes, Francisco no ha actuado como un jefe político o un jefe religioso de una de las muchas milicias de la región. No ha apostado por la creación de un cantón cristiano al norte del país para que los bautizados puedan vivir en paz, como defienden algunos. Ha recordado a las “miles de personas destruidas por el terrorismo, musulmanes, cristianas y yazidíes”. Ha pronunciado la palabra imposible: perdón. Y ha ejercido, con su condena al terrorismo en nombre de la religión, como Papa de todos los hombres religiosos de la región. También de los musulmanes. Francisco ha seguido así los consejos de san Bernardo a Eugenio III y ha sido el Papa de todos, no solo de los cristianos.

Antes de su llegada, en la catedral de Bagdad de Nuestra Señora de la Salvación, una mujer musulmana rezaba a la Virgen. Agradecía a Dios que enviara a un hombre que representa una esperanza de paz. Los cristianos han decorado las iglesias para recibir a Francisco, los musulmanes han engalanado las calles. Francisco ha visitado Iraq, después de haber estado en Egipto, Jordania, Marruecos, Palestina, Turquía y Emiratos Árabes Unidos. Dos años después de la firma del documento “Fraternidad humana para la paz”, con el imán Al Tayeb de Al Alzhar, en Emiratos Árabes Unidos, se ha producido el encuentro con Alí Sistani en Nayaf. El texto de 2019 supuso un hito en las relaciones con el mundo sunní, un hito en el rechazo de la violencia en nombre de Dios. En esta ocasión le ha tocado el turno al mundo chiita, mucho más vertebrado jerárquicamente. Alí Sistani es lo más parecido que existe a una autoridad última del chiismo que profesan un 20 por ciento de los musulmanes. No ha habido documento pero la reunión de más de 45 minutos ha sido muy significativa. Alí Sistani está alejado del chiismo político iraní que ha sustituido la vuelta del imán oculto por un estado teocrático. Sistani condenó el Isis y ha tenido palabras en defensa de los cristianos perseguidos. Sistani puede ser decisivo para que las milicias chiitas permitan a los cristianos vivir en la llanura de Nínive. Pero, sobre todo, es otro gran líder musulmán, otro hijo de Abraham que junto a Francisco se distancia de la instrumentalización nihilista.

El papa en Ur, bajo el mismo cielo en el que Abraham oyó la llamada para abandonar su tierra, ha indicado la tarea de todos sus hijos (cristianos, musulmanes y judíos): elevar la mirada al Altísimo y testimoniar su bondad porque “el Cielo no se cansa de la Tierra”. La nada no es la palabra definitiva, cada hombre es amado.

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