Francis, cardinal George

Mundo · José Luis Restán
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20 abril 2015
La Iglesia no existe sin memoria, como recuerda continuamente el Papa Francisco. Su vida entera es memoria de Cristo presente, que traza un camino a lo largo del tiempo y del espacio. Por eso no debemos permitirnos el olvido de los hechos que Él suscita, a través de hombres y mujeres a los que elige y llama. Uno de ellos, Francis George, moría el pasado viernes en Chicago, la ciudad que le vio nacer y de la que ha sido Arzobispo hasta hace pocos meses. Sin duda ha sido una de las figuras más notables del catolicismo norteamericano de las últimas décadas.

La Iglesia no existe sin memoria, como recuerda continuamente el Papa Francisco. Su vida entera es memoria de Cristo presente, que traza un camino a lo largo del tiempo y del espacio. Por eso no debemos permitirnos el olvido de los hechos que Él suscita, a través de hombres y mujeres a los que elige y llama. Uno de ellos, Francis George, moría el pasado viernes en Chicago, la ciudad que le vio nacer y de la que ha sido Arzobispo hasta hace pocos meses. Sin duda ha sido una de las figuras más notables del catolicismo norteamericano de las últimas décadas: un hombre que ha probado en su carne la espina del dolor desde principio a fin, un intelectual de gran altura, un guía para su pueblo, por cuya fe y seguridad estuvo siempre dispuesto a bajar a la arena, aun a riesgo de resultar vapuleado por los poderes del momento.

Pertenecía a los Oblatos de María Inmaculada, congregación de la que llegó a ser Vicario General. Padeció la enfermedad de la polio, que le ha obligado a llevar las piernas embutidas en unas placas de acero durante toda su vida adulta. Pero el límite físico jamás redujo su coraje personal y su horizonte intelectual, facetas que le hicieron sintonizar con san Juan Pablo II y con Benedicto XVI. En 1997 el Papa Wojtyla lo eligió para tomar el relevo del carismático cardenal Joseph Bernardin en la sede de Chicago, una de las más populosas de los Estados Unidos, en la que el post concilio había resultado especialmente revuelto.

En aquella época bien puede decirse que George era una “rara avis” en el episcopado estadounidense, debido a su disposición para el debate cultural, asunto que le ha valido el poco afortunado apelativo de ´cultural warrior´, aplicado después también a obispos como Dolan, Gómez o Chaput. En un bello comentario publicado en la National Review, el profesor George Weigel, que ha conocido al cardenal George desde hace treinta años, explica que su vocación ha sido, como la de Juan Pablo II, ´unir los fragmentos´ de una comunidad fracturada, y lograr una nueva síntesis de fe y cultura en un contexto histórico del que fue un crítico sagaz pero al que nunca tuvo miedo. Weigel señala que siempre fue un hombre de pensamiento libre, que habiendo frecuentado la ´academia´ nunca se vio contaminado por algunas modas que salpicaron también, durante los años 70 y 80, a buena parte del mundo intelectual católico.

Como les ha sucedido a otros grandes pastores en diversas latitudes, Francis George hubo de afrontar desafíos culturales tremendos, pero nunca olvidó la misericordia ni entendió su labor como la de un líder político o de opinión, sino como la de un testigo de Jesucristo. Por eso buscó siempre el encuentro cara a cara con todos, también con sus opositores. Y aunque las tribunas de los grandes medios asocien su nombre, por ejemplo, a la dura oposición del episcopado norteamericano a ciertas políticas de la administración Obama, George nunca descuidó el servicio a los pobres ni el cuidado de los inmigrantes. Precisamente porque estaba convencido de que el testimonio es la vía maestra de la evangelización, defendió a brazo partido la libertad de la Iglesia frente a pretensiones que consideraba, además, completamente ajenas a la mejor tradición de los Estados Unidos.

Desde su liderazgo en la Conferencia Episcopal apoyó con energía la reforma impulsada por Benedicto XVI para afrontar los casos de abusos sexuales protagonizados por sacerdotes, que sembraron de dolor la vida de la Iglesia en su país, y también en su propia diócesis. Por cierto, los frutos de su reforma de la gran archidiócesis de Chicago se pueden ver y tocar, lo que no significa que no haya mucho trabajo por hacer, o que haya que idealizar el pontificado de George, imperfecto y sometido a condiciones circunstanciales como toda obra humana.

El retrato del cardenal publicado por Weigel insiste en su configuración consciente con la cruz de Cristo, empezando por la polio y sus consecuencias, siguiendo por no pocas incomprensiones y terminando por su ardua batalla de años contra el cáncer. Esta última le ha impedido llevar a cabo su gran deseo de viajar a Roma para visitar al Papa Francisco. Es cierto que George, desde una lealtad sin fisuras, ha mostrado en alguna ocasión perplejidad por algunas afirmaciones de Francisco en alguna de sus entrevistas, y expresó su deseo de preguntar personalmente al Papa sobre ellas. Pero no ha dejado nunca de reconocer la fuerza misionera de Francisco ni de alabar su libertad de espíritu y su énfasis en la misericordia, que naturalmente es inseparable de la comunicación de la verdad.

Apenas un par de meses antes de morir, el cardenal George reveló que había recibido una hermosa carta del Papa, en respuesta a la suya en la que se excusaba de no poder acudir al reciente Consistorio. Había entrado ya en la última etapa de su camino en la tierra, y a buen seguro esa carta habrá sido uno de sus últimos consuelos antes de entrar en el banquete de su Señor. Porque ha corrido bien su carrera, y a través de tantas vicisitudes, ha mantenido la fe.

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