Frágiles portadores de la Luz
“Señor, Tú lo sabes todo tú sabes que te amo”( Jn 21,15-19). Estas palabras de San Pedro ,surgen de mi corazón y de mi boca, en muchas ocasiones a lo largo de mis jornadas; experimentando en ellas un gran consuelo y aliento.
Ya he escuchado más de una vez el temor y la tentación que asalta a algunos, hasta llegar al escrúpulo paralizante. Creen que están cayendo en la vanidad, a la hora de evangelizar, cuando alguien alaba su trabajo. Piensan que el fin último que les mueve, no es el amor de Dios, sino un lucimiento personal. A estas alturas me atrevo a decir: ´¡Cómo nos engaña el diablo!´ ¿Hay vida espiritual, sin batallas? …
Cuando yo reconozco y ofrezco mi halago a otros, lo hago con el corazón; apreciando, valorando y agradeciendo lo bueno que el otro me ofrece. ¿Callaré para que no caiga en la vanidad? ¿No sabré reconocerle sus esfuerzos, trabajos, sacrificios, renuncias y entregas? Creo firmemente que hay que hacerlo, que la caridad cristiana obliga a ello, ejerciendo a su vez la moderación y sencillez. Estoy convencido que nuestros primeros hermanos en la fe, luchaban por tener ese trato unos con otros. Los escritos de historiadores muchas veces no cristianos elogiando el amor entre ellos , no surgen de un atributo poético, sino de un testimonio que era patente y que llamaba la atención.
Me gustó una anécdota que me contaron, donde un sacerdote ante la adulación de una feligresa sobre su predicación, le contestó: “Es usted la segunda que me lo ha dicho; el primero ha sido el demonio”.
Todo viene de Dios, cualquier pensamiento que se transforma en una obra buena ha sido inspirado por El Espíritu Santo, el bien sólo procede de Él. Nosotros, de forma libre y voluntaria dejamos que ese bien entre y crezca en nuestra alma.
Por mucho que puedan alabarme los demás, es el Señor quien de verdad penetra todo mi ser, “Tú me sondeas y me conoces”, dice el salmo 138. Me engañaría e impediría que mi alma creciera si me atribuyera algo que no me pertenece.
Sí, es verdad ,hablo de Dios. Mi vida no tiene sentido sin Él, no puedo callarlo ni ocultarlo, pero la batalla no es fácil y alguna la pierdo estrepitosamente cuando arrincono a la verdad. El deseo de desearle que escribía en un post anterior es una necesidad, ¿Y sabes por qué?…
Porque muchas veces, me cuesta horrores hacer oración, aunque la deseo ardientemente; porque no logro rezar el rosario cada día, aunque no ceso de decirle a María que la quiero ,cada vez que en mi casa me encuentro con una imagen suya; porque no todos los días asisto a misa, dejándome vencer por la pereza y las excusas. Porque a menudo falto a la caridad entre los más cercanos, desde mi familia, hasta los que se relacionan conmigo; no siempre me alegro del gozo de los demás; no siempre sé sacrificarme por el prójimo, y tengo que hacerme violencia para intentar ver a Jesús en todos. Con eso y otras cosas más de las que no me orgullezco, soy capaz de decirle con total confianza al Señor: “Tú lo sabes todo, tu sabes que te amo” una y otra vez, … una y otra vez.
No tengo miedo a los elogios, movidos a menudo por los buenos deseos y comprensible entusiasmo que nos puede dirigir una persona . Me hacen estar en alerta continua, para reconducirlos a Quien se los merece. Me toca orientar el espejo hacia arriba, para que los rayos de la adulación se dirijan al Autor de todo bien.
No busquemos la alabanza, ¡no nos pertenece! No nos turbemos ante ella, podemos utilizarla como una aliada que logra interpelar a otros, sobre el origen del bien realizado. Y en ella, podemos glorificar al Señor, como María lo hizo en el Magnificat. Sólo somos frágiles portadores de la Luz.
Se trata también de una vocación y a la vocación hay que responder con una virtud: la fidelidad. Con halago o sin reconocimiento