Editorial

Fin de régimen

España · PaginasDigital
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2 noviembre 2014
España vive una situación similar a la que puso fin a la primera república en Italia a mediados de los años 90. Son tiempos parecidos a los de Manos Limpias, a los de aquella operación que dio al traste con el sistema de partidos creado tras la Segunda Guerra Mundial. Con una diferencia: la de entonces fue una implosión, en gran medida, inducida desde arriba por jueces estrella que fueron más allá de sus competencias y cuyo objetivo era descomponer una democracia con amplia base popular.

España vive una situación similar a la que puso fin a la primera república en Italia a mediados de los años 90. Son tiempos parecidos a los de Manos Limpias, a los de aquella operación que dio al traste con el sistema de partidos creado tras la Segunda Guerra Mundial. Con una diferencia: la de entonces fue una implosión, en gran medida, inducida desde arriba por jueces estrella que fueron más allá de sus competencias y cuyo objetivo era descomponer una democracia con amplia base popular.

Lo que se está viviendo en España en los últimos meses no tiene nada que ver con magistrados obsesionados por hacer historia. De hecho, casi la única crítica que se puede hacer a sus señorías es que sean lentos. Hacen un trabajo bastante razonable.

Hay, eso sí, algunos medios de comunicación irresponsables. Pero lo que predomina es una comprensible puesta en duda del sistema de partidos y sindicatos por una corrupción que escandaliza a los votantes y que los aleja de la vida común. La encuesta que ha publicado el diario El País este domingo es la mejor prueba. Podemos, la formación antisistema con simpatías bolivarianas nacida para las elecciones europeas, está a la cabeza en intención de voto (27%). Su líder, Pablo Iglesias, es el más valorado. Por otra parte, muchos de los que hasta ahora sostenían a socialistas y populares aseguran que no volverán a darles su apoyo. Hay un 8 por ciento de antiguos votantes del PP que ahora votaría a Podemos. Los socialistas son la segunda fuerza pero siguen cayendo. Y el PP se desploma y se convierte en la tercera fuerza. El peligro es evidente. La mayoría de los que votarían a Podemos reconocen que la formación es incapaz de resolver los problemas del país. Estamos hablando por tanto de un voto de castigo. Lo peor es que la clase política, en esta grave situación, no se da cuenta de que sus palabras ya no sirven. La fractura se ha consumado.

Se escucha, eso sí, con especial atención a los pensadores que hablan de la necesidad de recuperar la ejemplaridad en lo público. Es dudoso que estas llamadas a la regeneración sean efectivas. Pueden incluso incrementar el escepticismo. El mundo laico se ha quedado con uno de los peores “productos” del moralismo católico español: ese intelectualismo ético que piensa que la repetición de ciertos principios de recta conducta es suficiente para resolver los problemas.

Hace falta algo más de realismo. La ley, la ley moral, no salva. Hace falta la gracia. Que nadie se ponga nervioso. No estamos hablando de recuperar una teocracia. Pero sí de reconquistar ese caldo de cultivo pre-político que en la transición aportaron la tradición comunista, la liberal y la católica para hacer posible algo que la norma por sí sola no genera: la responsabilidad hacia lo público.

Nos hace falta recuperar la experiencia de esa vibración por el ideal que se expresa a través de la política. La que no han sabido transmitir nuestros políticos. Y eso solo es posible si hay una relación tensa y dramática entre la vida social y las instituciones. Para que una democracia funcione de forma engrasada es necesario un Estado que trabaje en favor de la gente, un mercado eficiente, y un Tercer Sector con protagonismo. De esto último nos hemos olvidado. Nos interesa que el sector no lucrativo adquiera más peso aunque solo sea para introducir un valor diferencial en la adjudicación de los contratos públicos. Se hace urgente, además, un modificación de la regulación electoral. En la transición creamos unos partidos políticos fuertes porque lo exigía el momento. Ese modelo ha generado en los últimos años organizaciones autorreferenciales en las que es más fácil que surja la corrupción. Hay que explorar vías para devolver la conexión entre partidos y sociedad. En la Constitución del 78 caben sistemas electorales como el de Alemania, con listas desbloqueadas. Y tampoco pasa nada si se reforma la Carta Magna.

Además el cambio generacional es urgente. Los actuales líderes no tienen por qué ser –y quizá no deben de ser– los que se presenten a las próximas elecciones. La monarquía ha conseguido ser la institución más valorada en pocos meses. Don Juan Carlos primero pidió perdón, luego abdicó. Y Felipe VI ha sabido inaugurar una nueva época con palabras no gastadas.

Es lógico que haya mucha gente muy enfadada. Pero no sería humana una reacción que lejos de romper la actual espiral la acrecentara. El poder se corrompe cuando se desvincula de la persona, cuando no está en función del deseo de una vida común en paz, del deseo de bien o de felicidad que mueve la historia, cuando instrumentaliza ese deseo en favor de sus fines. Por eso utilizar el pequeño poder que tenemos en nuestras manos, el poder de la persona, para quejarnos o para desvincularnos de la vida democrática no soluciona nada. Es mucho más interesante, más eficaz que los reclamos éticos, dejar correr el deseo, sorprendernos por el valor del otro, amar la política y la democracia como formas de caridad.

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