Fin de régimen: ¿recomenzamos?
España es un país de paradojas. Rajoy, el presidente del Gobierno, ha sido invitado el pasado fin de semana en Australia a abrir las sesiones del G-20, organismo al que no pertenece y en el que asiste como invitado. Se ha escuchado con atención su modelo de política económica. Y sin embargo en casa, según los sondeos oficiales, su intención de voto directa no llega al 12 por ciento.
En las antípodas ha habido curiosidad por el Rajoy que sabe gobernar. Al tiempo, en Madrid, el héroe del momento, Pablo Iglesias, el chico de la coleta que ha vuelto a hacer sexy la política, era “coronado” secretario general de Podemos. Se pone al frente del partido que más intención de voto acumula (17 por ciento en intención directa). Paradoja sobre paradoja: Podemos es una formación en la que no cree la inmensa mayoría de sus votantes. Casi todos ellos saben que las “soluciones” que propone son inviables.
En un país como España, donde la separación entre lo religioso y lo político es casi una obsesión desde el final de la dictadura, Pablo Iglesias utiliza permanentemente un lenguaje mesiánico. Dice que quiere tomar el cielo por asalto y parafrasea las bienaventuranzas para recomendarles a sus seguidores que cuando sean insultados y marginados sonrían porque de ellos es la victoria final.
¿Qué explica tanta contradicción? ¿Acaso todo el mundo se ha vuelto loco? Es sencillo: la gente se ha cansado de las que considera unas instituciones alejadas de sus necesidades, de sus anhelos. Si se pudiera utilizar cierta palabra que se ha convertido en subversiva se podría decir que se rechaza la vida pública porque se considera alejada de la verdad.
El sistema político e institucional creado en la transición a la democracia, al que Podemos denomina la casta, ha ido perdiendo su brillo ideal. Se percibe en el mejor de los casos como un procedimiento vacío y en el peor como un nido de corrupción. Los ideólogos de Podemos llevan razón al recurrir a Colin Cruch para hablar de postdemocracia y a Pierre Rosanvallon para explicar la desafección.
Son inútiles los llamamientos a reconstruir la confianza a través de la recuperación de una tradición cívica que ha desaparecido. La marea de populismo que recorre toda Europa no puede responderse con invocaciones a un pasado glorioso en el aparecen, como en un panteón, los padres fundadores, los méritos acumulados en la reconstrucción de la potsguerra o la unificación lograda tras la caída del muro. Todos esos logros han quedado codificados en una gramática y en una sintaxis que ya no son comprensibles para las nuevas generaciones. No hay Piedra Rosetta capaz de traducirlos. Los valores comunes que sustentaban esa tradición no se pueden reconocer en la superficie del mármol sobre el que fueron esculpidos, la erosión los ha dejado sin relieve.
No perdamos el tiempo en buscar un nuevo Champollion. Son tiempos difíciles pero interesantes. Para reconstruir la nueva ciudadanía europea solo sirve el presente y del presente lo más esencial: la relación entre la política y la necesidad de pan, de justicia, de trabajo, de paz, de vivir en un entorno económico más humano que el que ofrece una globalización a veces despiadada. La necesidad y el deseo de ir al encuentro del otro, piense como piense, para construir un mundo de relaciones en el que se puedan afrontar los retos sociales con más inteligencia y con más eficacia. Esta invocación del deseo y de la necesidad puede parecer “naif” si pensamos en el reto de un régimen que toca a su fin. Y seguramente lo sería si no estuviese acompañada de una invitación a recorrer el largo camino que va desde el origen de nuestro estar juntos hasta la complejidad de los sistemas regulatorios, financieros e institucionales.
Los populismos no se equivocan al diagnosticar la enfermedad de la desafección. Su error está en la terapia que ofrece la enésima ideología. El único modo de recuperar el vínculo entre el deseo personal y lo público es una cultura de la responsabilidad. Y la responsabilidad no tiene nada que ver con un voluntarismo frío, es la respuesta que damos a esa necesidad que nos pone en movimiento y nos hace descubrir a los demás como hasta ahora no los habíamos visto. En este sentido se puede decir que la primera política es vivir. La política no está debajo ni encima de mí, soy yo. Por eso no se puede reconstruir desde arriba.
Empezaremos a darnos cuenta de que las cosas están cambiando cuando renazca una estima concreta por el otro. La democracia es insostenible sin cierta dosis de caridad.