Fe y ciencia. Un diálogo entre el porqué y el cómo de cuanto nos rodea

Mundo · Nicolás Jouve
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14 marzo 2015
Los seres humanos estamos dotados de la extraordinaria capacidad de acumular conocimientos derivados de la contemplación de la naturaleza. Tras analizar y desentrañar sus secretos, y extraer conclusiones sobre la causa y el efecto de los fenómenos naturales, hemos sido capaces de comunicarlos y aplicarlos en beneficio propio. Sin duda, el siglo XX ha sido el más fructífero en el avance del conocimiento científico, especialmente por las contribuciones de la física en la primera mitad y de la biología en la segunda.

Los seres humanos estamos dotados de la extraordinaria capacidad de acumular conocimientos derivados de la contemplación de la naturaleza. Tras analizar y desentrañar sus secretos, y extraer conclusiones sobre la causa y el efecto de los fenómenos naturales, hemos sido capaces de comunicarlos y aplicarlos en beneficio propio. Sin duda, el siglo XX ha sido el más fructífero en el avance del conocimiento científico, especialmente por las contribuciones de la física en la primera mitad y de la biología en la segunda. De la trascendencia de los conocimientos adquiridos mediante la investigación científica dan fe los progresos en el bienestar social y la salud.

Sin embargo, la experimentación científica tiene sus límites. Hay problemas que no pueden abordarse por el método experimental y que exigen otros modos de abordaje. No han de desestimarse, relegarse o considerarse de menor importancia aquellas preguntas que no sean de carácter científico. Estaríamos simplemente ante preguntas que la ciencia no puede abordar, bien por su carácter abstracto e inabordable -dada su inmaterialidad-, o por carecer de los elementos necesarios para un planteamiento experimental del problema a resolver. No serían científicas cuestiones tales como la existencia de Dios, el origen de la materia a partir de la nada, el origen de la primera célula, el origen de un ser consciente y cooperador a partir de unas bestias instintivas y egoístas, la relación entre la mente y el cerebro, etc. Sin duda son cuestiones de un gran interés, pero no son preguntas que se puedan resolver mediante el método científico, por mucho que el biólogo Richard Dawkins, el físico Stephen Hawking y otros se empeñen a base de retorcer el método científico, convirtiendo delirantes hipótesis filosóficas en explicaciones sin base empírica convincente. Sería más honesto reconocer los límites de la ciencia y aceptar otros métodos u otras fuentes que permitan abordar estas grandes cuestiones.

Lo cierto es que el mundo sigue haciéndose las mismas preguntas desde los orígenes de la humanidad… Preguntas como la que se hacía en el siglo XVII el filósofo y matemático alemán Gottfried Leibniz (1646-1716), ¿por qué hay algo en lugar de no haber nada?, o más recientemente el físico Albert Einstein (1879-1955): ¿tiene una finalidad este mundo que nos rodea?, ¿cuál es el sentido de nuestra vida, cuál es, sobre todo, el sentido de la vida de todos los vivientes?, o el también físico Victor Weisskopf (1908-2002): ¿en qué sentido tiene sentido el universo?

El Premio Nobel de Física de 1984, el italiano Carlo Rubbia, señalaba que «la forma más grande de libertad es la de poder preguntarse de dónde venimos y a dónde vamos… No existe forma de vida humana que no se haya planteado esta pregunta. Y no hay sociedad humana que no haya intentado de alguna manera darle respuesta. Fallar este compromiso es una pérdida, una deshumanización, un mecanismo interno de autocastigo».

No es que estas preguntas no tengan respuesta… es sencillamente que la ciencia no puede abordarlas. Lo cierto es que para tratar de resolverlas el mejor instrumento que tenemos es la razón, que nos brinda múltiples enfoques y una larga experiencia adquirida a lo largo de nuestra trayectoria como especie inteligente. La experimentación científica es el último gran recurso que se ha añadido a la filosofía y a la teología para intentar desentrañar las incógnitas que nos plantea el atractivo mundo que nos rodea, pero eso no nos da derecho a desestimar estas grandes fuentes de discernimiento y conocimiento, que eso es al fin y al cabo lo más genuinamente humano.

La mera observación de la naturaleza que nos rodea, nos asombra y nos desborda, supone un estímulo y un reto a la singular capacidad de raciocinio de los humanos. Pero la contemplación no es suficiente si deseamos resolver las dudas sobre la realidad de nuestra presencia en el mundo. El estudio y la comprensión de la naturaleza y en particular de fenómenos ya explicados por la ciencia como la gravitación universal, o la evolución y el desarrollo de los seres vivos, u otros, nos conducen a reconocer un orden y una teleología en el fenómeno de la vida… Pero a partir de ahí, sigue habiendo grandes cuestiones sin resolver. A algunos científicos que se empeñan en navegar por los mares de la especulación filosófica habría que rogarles que volviesen a sus ecuaciones o a sus demostraciones experimentales hasta donde puedan en aquello que les es genuinamente propio. Lo que no se puede es poner un disfraz científico a una explicación filosófica, que es lo que hacen los “cientificistas”.

Particularmente me quedo con la honestidad del gran biólogo agnóstico americano Stephen Jay Gould (1941-2002) que se prodigó en ensayos sobre múltiples temas científicos, y que afirmaba que la ciencia y la religión son complementarias y constituyen magisterios no superpuestos, y lo explicaba de la siguiente manera: «la ciencia intenta documentar el carácter objetivo del mundo natural y desarrollar teorías que coordinen y expliquen tales hechos. La religión, en cambio, opera en el reino igualmente importante, pero absolutamente distinto, de los fines, los significados y los valores humanos, temas que el dominio objetivo de la ciencia podrían iluminar, pero nunca resolver».

Ahora bien, en la relación entre ciencia y fe existen grandes riesgos si se llevan al extremo los enfoques y las interpretaciones derivadas de las fuentes de conocimiento. Los extremos los marcan el materialismo científico y el literalismo bíblico. El materialismo científico lo representa el llamado “cientificismo” que supone que la ciencia lo puede resolver todo. El “literalismo bíblico” se refiere a una interpretación literal de la verdad revelada en las escrituras, lo cual es insostenible y fuente de conflicto innecesario y permanente ante los avances de la ciencia.

En resumen, la ciencia con su constante avance nos permite explicar el cómo de los fenómenos naturales pero no por qué se producen. La religión nos da una explicación de la finalidad y el significado del mundo. La fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la realidad es que entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.

Nicolás Jouve es catedrático de Genética y presidente de CiViCa

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