Ezra Pound, la usura y el germen de la guerra

Cultura · Daniele Gigli
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19 diciembre 2014
1920, Europa, muerte. El gran engaño de la guerra limpia se acaba pronto, al menos por lo que respecta a sangre y carne desgarrada. Pero no están menos desgarradas las almas, ni menos ensangrentadas: las de los que se quedaron, las de los que regresaron a un mundo que ya no era suyo, las de los que –aunque nunca se fueran– fueron partícipes de la tragedia, con toda su retórica de muerte en torno a una gloria abstracta.

1920, Europa, muerte. El gran engaño de la guerra limpia se acaba pronto, al menos por lo que respecta a sangre y carne desgarrada. Pero no están menos desgarradas las almas, ni menos ensangrentadas: las de los que se quedaron, las de los que regresaron a un mundo que ya no era suyo, las de los que –aunque nunca se fueran– fueron partícipes de la tragedia, con toda su retórica de muerte en torno a una gloria abstracta.

Almas no menos desgarradas y confusas, asombradas, fascinadas por el “nunca más”, por el espejismo de una solución definitiva al mal del vivir, al dañarse viviendo. Almas en busca, en el fondo de una guerra inaudita, de un sistema tan perfecto que no haga falta ser nuevos. De ahí la revolución bolchevique, el bienio rojo, que canalizaron demasiada rabia y desilusión. Desgarradas las almas de los hombres y desgarrada el alma de Pound, que aún no era el “viejo Ez”, que en aquel año de 1920 publicó “Hugh Selwyn Mauberley”, un fresco del gran engaño de la guerra que sigue estando hoy entre los más lúcidos y exactos.

¿Dónde nace la guerra?, se pregunta Pound. Su indagación es visual, no teórica. No verbaliza, el viejo Ez presenta. Presenta lo que sus ojos de poeta captan y asimilan, restituyéndoselo al mundo de una forma más exacta. Aquí encuadra en una serie de poesías la historia de Mauberley, un hombre cautivado por la belleza que, después de que “por tres años (…) / intentó resucitar el arte / muerto de la poesía”, muere, aplastado como tantos por una guerra que no tiene protagonistas sino solo secundarios: “Indiferente a la «marcha de las cosas» / desapareció de la memoria de los hombres en el año treinta / de su vida, el caso no presenta / anexos a la diadema de la Musa”.

Una época convulsa, los primeros años del siglo XX, de máquinas y aceleración, de un Dios que por fin retrocede, retirándose a un lado. Época de estrecheces, sin ritmo ni armonía, de moldes anónimos, de máscaras, de figuras sin rasgos personales. “La época exigía una imagen / de su acelerada mueca, / algo para el moderno escenario, / en todo caso, no una gracia ática. / (…) La «época exigía» sobre todo un molde en yeso, / hecho sin pérdida de tiempo, / una prosa movida, no, con toda seguridad, alabastro / o la «escultura» de la rima”.

La usura, esa forma de adueñarse de las cosas según la cual el hombre subvierte el medio con el fin, esclavo del hacer y del “hacer de prisa”, como dirá más tarde en sus Cantos. Es aquí, en esta retirada del hombre de sí mismo, del deseo de que cada cosa sea bella y por tanto santa, don para Pound anida el germen de la guerra. Podemos verlo en la tercera secuencia del poemario, donde se dibuja el descenso a lo cheap, la tendencia al economicismo que confunde las cosas con su objetivo: “La falta de té de rosas, etc. / suplanta a la muselina de Cos, / la pianola «reemplaza» / a las liras de Safo”. Y por si alguien se pregunta qué tiene que ver la caída del gusto –del deseo de belleza– con el drama de una política miope y con la guerra, Pound se apresura a responder con una de sus magníficas comprensiones conceptuales: “Todas las cosas son un fluir, / dijo el sabio Heráclito; / pero una bajeza de oropel / hará sobrevivir nuestros días. / (…) Todos los hombres, en la ley, son iguales. / Libres de Pisístrato, / escogemos un bribón o un eunuco / para que nos gobierne. / ¡Oh, resplandeciente Apolo / (…) a qué dios, hombre o héroe / colocaré una guirnalda de hojalata!”.

Porque el deseo late y no se detiene, a pesar nuestro. Y si no hay un líder que se ponga una diadema de oropel, nos contentaremos con un eunuco con una diadema de hojalata. Para que podamos hacernos la ilusión de vivir, para que nos cuente una historieta que parezca dar un cuerpo de carne a nuestra vida hecha con moldes de yeso. Entonces lucharán, incluso creyendo en ello. Porque la vida pide ser, la sangre pide correr y nadie, en ningún lugar del mundo, está hecho para ser un molde de yeso. Así uno puede caer, se puede caer incluso creyendo –queriendo creer– las mentiras de hombres viejos.

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