¡Existo! Incluso en el tormento existo

Así como John, el salvaje de Huxley, se negaba a aceptar un orden tranquilizador pero inhumano, Dostoievski nos plantea el mismo dilema a través del terrible diálogo entre Cristo y el Gran Inquisidor, que es el corazón de su novela Los hermanos Karamazov.
“¿Olvidaste que el hombre prefiere la paz, e incluso la muerte, a la libertad para discernir el bien y el mal?”. Esta es la gran acusación que el viejo inquisidor, haciéndose eco de las tentaciones del “Espíritu de la nada” en el desierto, lanza contra Cristo. Los hombres tienen miedo de la libertad y, por eso, prefieren abrazar la paz y la felicidad que “el Espíritu de las profundidades” ofrece sibilinamente. Si para ello han de vender su alma a Satanás, “bienvendida” estará. El ansia de pan (primera tentación), el anhelo por superar las incertidumbres humanas (segunda tentación), y el sueño de un poder y una autoridad definitivas (tercera tentación) perturban el corazón de los “débiles revoltosos” que, antes de seguir padeciendo la libertad, prefieren entregarla.
“¿Acaso no es una prueba de amor a los hombres comprender su debilidad, aligerar su carga, incluso tolerar el pecado, teniendo en cuenta su flaqueza, siempre que lo hagan con nuestro permiso?”. El Cristo de Dostoievski calla y escucha al viejo en silencio, quizás porque no tenga nada que añadir, nada distinto de lo que hizo y dijo en otro tiempo.
Dostoievski, que no amaba las fórmulas precocinadas ni las respuestas pseudo-intelectuales, responde con un grito desgarrador al final de su novela. Las palabras de Dimitri Karamazov no llegan siquiera a maldecir su miserable situación, tampoco a lloriquear un destino más favorable. Es la libertad de un hombre que no quiere escapar de sí mismo, el alma descubierta de un Karamazov que no ha querido malvender su libertad al Espíritu de la nada.
¿El sufrimiento? No le temo, por cruel que sea. Antes le temía, pero ahora no le temo. Siento en mí una energía que me permitirá hacer frente a todos los sufrimientos, con tal que pueda decirme a cada momento: “¡Existo!”. Incluso en el tormento, aun en las convulsiones de la tortura, existo. Y atado a la picota, sigo existiendo; veo el sol, y si no lo veo, sé que brilla. Y saber esto es vivir plenamente. ¡Oh Aliocha, mi buen Aliocha; la filosofía es mi perdición! ¡Al diablo la filosofía!