Europa se reencuentra en el Festival de Valladolid

España · Juan Orellana
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20 octubre 2014
“Alguien a quien amar” y “Dos días, una noche”. Dos películas que indican una vía para que Europa vuelva a ser ella misma.

Europa regresa magullada y derrengada, como el hijo pródigo, de su viaje ilusorio por las promesas del sesenta y ocho. Tratar de conquistar la utopía de vivir sin vínculos, sin tradiciones, sin referencias heterónomas, ha dejado muchas facturas sin pagar, facturas de importes inasumibles. La mayor parte de Europa retorna derrotada, sin hacer las cuentas con la realidad, sin haber aprendido nada, envuelta en una túnica de cinismo y abocada a una segura extinción. Pero hay quienes, al menos, son conscientes de las cosas que se echan de menos, de lo que sería deseable recuperar. Es el caso de algunos cineastas centroeuropeos que están reviviendo el espíritu de los neorrealistas italianos al término de la Segunda Guerra Mundial: partir de las cenizas para mendigar lo humano, aunque sea un gesto, pequeño, efímero, pero que custodie nuestra olvidada necesidad. Pernille Fisher Christensen es una realizadora danesa que a lo largo de su breve, irregular y galardonada filmografía, nunca ha censurado el grito radical de lo humano. Ha venido a la SEMINCI de Valladolid de 2014 con una película, “Alguien a quien amar”, que dentro de su sencillez alberga una bomba de relojería. El argumento puede parecer muy típico e incluso recuerda a la recién estrenada comedia de Rob Reiner, “Así nos va”: Thomas Jacob (Mikael Persbrandt) es un hombre taciturno que vive desde hace años muy distanciado de su hija, y que un día recibe la visita de esta, que le ruega se quede con su hijo Noa, de once años. Thomas decide quitárselo de en medio mandándolo a un internado. Pero se van a romper demasiadas cosas en su interior como para seguir viviendo como antes.

Thomas encarna a la perfección al viejo europeo del cambio de siglo: ha probado todo tipo de drogas, “porque llenaban un vacío que había en mi interior”, y ha vivido una paternidad tan irresponsable que ha abocado también a su propia hija al consumo de drogas. Huyó a Los Ángeles para hacer su carrera como cantante de rock lejos de las heridas de su pasado. Pero ahora tiene que volver a Dinamarca con motivo de una gira y no tiene más remedio que mirar cara a cara a su hija y a su nieto. Y solo ve dolor, fracaso y desencanto. Un espejo que le devuelve el verdadero rostro de una falsa ilusión convertida en “nada”. Esta situación no buscada, que le obliga a evaluar su trayectoria humana, su pasado y su presente, llevan a Thomas a hacer crisis y que su humanidad sepultada bajo tanta costra luche por emerger de nuevo. Se da cuenta de que, le guste o no, él pertenece a una carne y a una sangre, y que no puede volver a ser él mismo y disfrutar de paz moral si no mira de frente esa realidad y sigue las indicaciones de su corazón y su conciencia. Al final es la presencia de un niño, frágil, de once años, abandonado por todos, la que puede rescatar a un adulto, adinerado, famoso, de una nada asfixiante y letal.

Pero Valladolid nos ha dejado otra película para la esperanza, también muy emparentada con el neorrealismo italiano, “Dos días, una noche”, que ha inaugurado el certamen. De hecho, este film tiene muchos parecidos con “Ladrón de bicicletas” de Vittorio de Sica (1948). Y es que el argumento tiene un cierto paralelismo con aquella memorable obra: Sandra recorre las calles de su ciudad, acompañada de su marido, buscando a sus compañeros de trabajo para rogarles que renuncien a sus bonos para que ella pueda mantener su empleo. Ella acaba de salir de una enfermedad mental, y necesita su trabajo para mantener a su familia. Todos los personajes, de clase trabajadora se enfrentan al mismo dilema: si cobran menos, Sandra conservará su puesto. Pero todos necesitan el dinero. Esta dialéctica solidaridad-individualismo está llevada con sensibilidad y elegancia por los hermanos Dardenne, sin caer en fáciles caricaturas y haciendo del matiz su seña de identidad. No hay buenos y malos. A diferencia del cine de Ken Loach, aquí el antagonista no es el capitalismo abstracto, sino el egoísmo latente en cada corazón.

La película corre el riesgo de ser tediosa, al repetir el esquema de las visitas a los compañeros, una a una, durante todo el metraje. Pero la inconmensurable Marion Cotillard, una de las mejores actrices dramáticas de lo que va de siglo, despeja ese peligro y convierte el film en un periplo urbano magnético y conmovedor. La película es un festival de planos cortos de una mujer sufriente que lucha por recuperar su amor por sí mima, y de un marido incondicional que con sobriedad encarna el amor verdadero. La cámara obedece el principio rosselliniano de seguir de cerca al personaje en su vagar por el mundo en busca de una redención; una redención que en este caso le puede llegar –o no– de la solidaridad y afecto de sus compañeros, seres humanos frágiles y con problemas como ella. La película arranca con un primer plano de Sandra dormida, agotada, postrada. El último plano, como el de “Tiempos modernos” de Chaplin, muestra a una mujer erguida, caminando, con todo el horizonte del mundo por delante. ¿Hay una forma más hermosa y cinematográfica de mostrar el arco de redención del personaje?

Dos películas que desembocan en la misma conclusión: es posible volver a mirar el mundo con la cabeza erguida. La otra Europa, la de Michael Haneke, prefiere instalarse en la derrota.

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