Europa: regenerarse o morir

Mundo · Ricardo Benjumea
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29 mayo 2014
Las cloacas europeas se han desbordado. El vómito nos llega por encima de los tobillos, casi hasta la rodilla. Ya no se puede mirar para otro lado frente a todos esos votos cargados de resentimiento, odio al extranjero, frustración, desesperanza… Los nacionalismos populistas y antieuropeos rondan el 15%. Ése es ahora el gran motivo de alarma, aunque no debemos olvidar a batasunos, radicales de izquierda y antisistema de diverso cuño. Unos y otros, juntos, sobrepasan tranquilamente el 25% del voto. Es para preocuparse.

Las cloacas europeas se han desbordado. El vómito nos llega por encima de los tobillos, casi hasta la rodilla. Ya no se puede mirar para otro lado frente a todos esos votos cargados de resentimiento, odio al extranjero, frustración, desesperanza… Los nacionalismos populistas y antieuropeos rondan el 15%. Ése es ahora el gran motivo de alarma, aunque no debemos olvidar a batasunos, radicales de izquierda y antisistema de diverso cuño. Unos y otros, juntos, sobrepasan tranquilamente el 25% del voto. Es para preocuparse.

Más que unas elecciones propiamente dichas, las europeas son más bien 28 elecciones nacionales superpuestas. Como escribía el martes Dominique Möisi en el Financial Times, «sólo las capitales [es decir, los Estados miembros] salvarán Europa, no Bruselas». Dicho lo cual, todos los países de Europa afrontan problemas de fondo similares, de modo que bien puede hablarse de una serie de tendencias generales europeas.

La primera y más evidente es que Europa se hunde en la irrelevancia. El declive demográfico y económico hace cada vez más difícil competir con el Asia emergente. Pero mucho más fácil que reconocer esta cruda realidad es dirigir la ira contra el inmigrante que viene. El cardenal Schönborn, arzobispo de Viena, acaba de comparar el momento presente con la decadencia del Imperio romano. También Roma conoció el envejecimiento de la población y el desplome de la natalidad; también entonces la gente miraba hacia otro lado, entretenida con la violencia de los «juegos de gladiadores», igual que hoy se divierte con violentos videojuegos; también entonces llegaban muchos extranjeros a Roma, buscando «libertad, bienestar, seguridad», para encontrar sólo rechazo, «decadencia y vacío existencial».

Pero el paralelismo más inquietante de todos es quizá la falta de reacción o autocrítica frente a esa decadencia. Ni siquiera parece haber hoy una clara conciencia del problema. Sin negar que se han hecho muchas cosas mal en los últimos años contra la crisis, que el reparto de las cargas debería haber sido mucho más equitativo, resulta pueril culpar de todos nuestros males a los banqueros, al sistema económico o a una clase política que, a fin de cuentas, se ha limitado irresponsablemente a cumplir fielmente la voluntad popular al estirar la burbuja del Gran Bienestar todo lo posible y aún más.

Pero volvamos a las elecciones del 22-25 de mayo: todo ese voto antisistema, ¿es un desahogo puntual, un “lujo” que los ciudadanos se han permitido en unas elecciones que perciben que no sirven para nada, o se trata de algo más serio y consolidado? La respuesta correcta probablemente sea una opción intermedia. El auge extremista se ha visto amplificado por un voto protesta que no hubiera asomado con esa fuerza en unas elecciones nacionales, pero la progresión de esos partidos radicales es claramente al alza.

Dicho en otras palabras: aunque tendría que ocurrir un cataclismo para que el UKIP repitiera su triunfo unas elecciones nacionales en el Reino Unido, lo más probable es que pronto veamos a este partido cómodamente instalado en Westminster. En Dinamarca, el ascenso del xenófobo Partido Popular Danés (nada que ver con los partidos populares de otros países) no supone un peligro inmediato para la simpática primera ministra Helle Thorning-Schmidt, pero su victoria en las europeas es un serio aviso de que existe un inquietante mar de fondo, que se percibe igualmente en el resto de los países nórdicos. En Francia, Marine Le Pen no hubiera ganado el domingo de haber sido unas elecciones presidenciales, pero esa hipótesis ya no es hoy ciencia ficción. Tampoco lo es un mapa político en Grecia dominado por la izquierda radical de Syriza, con los neonazis de Amanecer Dorado como alternativa de gobierno.

Un derrumbe de los partidos políticos similar al que ocurrió en los años 90 en Italia es una posibilidad real hoy en buena parte de los 28 países miembros de la Unión. El detonante puede ser la crisis económica, la corrupción, el alejamiento de las bases… El proceso puede ser lento o fulgurante. Y puede afectar simultáneamente o no a todos los grandes partidos.

La dura lucha por la supervivencia de los grandes partidos en Alemania (tantas veces citada como ejemplo de estabilidad) es un buen ejemplo de lo que ocurre de un modo u otro en toda la UE.

Los liberales están ya prácticamente desahuciados “porque sí”, porque han aparecido otras fuerzas políticas que han alterado la correlación del voto, porque ya no seducen, porque los conservadores y los socialistas han ocupado su lugar… Lo mismo amenaza con sucederles muy pronto a los liberales del Reino Unido.

En la izquierda alemana, los socialdemócratas han logrado mal que bien sobrevivir hasta ahora a las tempestades sesentayochistas, que se traducen en una gran inestabilidad en el lado izquierdo del espectro político. La izquierda –tal como se comprueba últimamente en España–, ni se crea ni se destruye; se transforma, ahora en 15M, ahora en Podemos…

Sobrevivir en la izquierda es hoy un difícil arte, pero el SPD, hasta ahora, no sólo ha aguantado el ascenso de Los Verdes, de Die Linke y de otros movimientos alternativos, sino que, de algún modo, les ha obligado a elegir entre integrarse en el sistema, o morir como flor de un día. ¿Cómo? Asumiendo lo que había de asumible y justo en sus reivindicaciones, y aguantando pacientemente el tirón. En lugar de competir con esos partidos y nuevos movimientos en radicalismo ideológico, el SPD les ha obligado a demostrar que sus propuestas eran realizables y convenientes, y así ha conseguido trasladar el debate al campo del adversario (la dura lucha en Los Verdes entre “realos” –realistas– y “fundis” –fundamentalistas–). Claro que esto no es sólo mérito del centroizquierda. El modelo federal alemán (reformado por la penúltima Gran Coalición) deja razonablemente claro el reparto de competencias y responsabilidades, de modo que el ciudadano puede saber qué paga a cada Administración, y qué servicios recibe a cambio. Un modelo tan enrevesado y poco transparente como el español, por el contrario, es una incitación abierta al populismo.

Y mientras estas turbulencias agitaban las aguas de la izquierda, la derecha alemana ha podido dar una imagen de tranquilidad que quizá no hace justicia a la realidad. Los democristianos sufren una lenta pero constante erosión de voto, que hasta ahora no emigra a otros partidos, sino que se queda en la abstención. Con Angela Merkel, las bases católicas (y en menor medida, las evangélicas) de la CDU/CSU se ven a menudo huérfanas de partido. Pero ahora, con un 7% de los votos, ha superado por primera vez la barrera del 5% (la necesaria para entrar en el Bundestag) el partido Alternativa para Alemania (AfD), que tal vez pueda por fin despegar y multiplicarse gracias al desencantado voto democristiano.

AfD defiende abiertamente posturas pro vida y pro familia. Pero tiene un gran inconveniente: es un partido excesivamente nacionalista y antieuropeo (o al menos, anti euro). Desglosado el voto alemán en una encuesta encargada por la televisión pública ZDF, resulta que el 9% de las personas no creyentes dieron su voto el pasado domingo a AfD, frente al 6% de los protestantes y al 5% de los católicos. Interesante sorpresa para un partido que algunos insisten en etiquetar de «ultracatólico».

Alemania da así otra interesante lección a Europa: los católicos han sido y son el gran sostén del proyecto europeísta (también, aunque en menor medida, los cristianos evangélicos). Cualquiera lo diría, a la vista de cómo la UE parece empeñada en enemistarse con este segmento de la población. Desde el Parlamento Europeo, se ha combatido a muerte el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario, y ha habido intentos de propagar el aborto o la ideología de género. Esta semana, la Comisión Europea ha vetado la iniciativa One of Us, que recogió 1.700.000 firmas ciudadanas para exigir que este organismo deje de financiar prácticas que impliquen la destrucción de embriones humanos y de promover el aborto en el tercer mundo.

Falta una encuesta a nivel europeo que muestre cómo han votado (o cómo se han abstenido, desencantados) los ciudadanos católicos y evangélicos, pero seguramente habría pocas sorpresas, y nos encontraríamos con que ahí está el gran reducto del voto europeísta. Ahora que ese europeísmo mengua en todo el continente, habría que preguntarse si la causa última no será que los europeos se han alejado de sus raíces cristianas, y que, por tanto, falta esa argamasa que le dio la unidad.

El mismo día de su muerte, el 12 de febrero de 1995, el escritor y pensador francés André Frossard publicaba en Le Figaró un breve artículo titulado Europa, que decía: «Europa tiene cada vez más miembros y cada vez menos alma. Tuvo una en otro tiempo, que se llamó cristianismo, y que la protegió más de una vez de lo peor. Hoy, Europa no tiene más alma ni pensamiento y ha depositado todo en el interés material, el interés inmediato, la ganancia. Si el interés es, en efecto, un agente de cohesión eficaz cuando los asuntos marchan bien, cuando éstos van mal, no hay explosivo más poderoso».

La profecía se ha cumplido. En tiempos de bonanza económica, la UE funciona razonablemente bien. Pero cuando la economía empieza a ir mal, es la guerra de todos contra todos. Guerra suicida, por otra parte, que acelera el proceso de decadencia de Europa.

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