Europa, ¿para qué?

Mundo · Ricardo Benjumea
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14 mayo 2014
Unos 400 millones de europeos están convocados a las urnas del 22 al 25 de mayo para renovar por cinco años el Parlamento Europeo, pero el gran acontecimiento para el futuro del continente no serán estas elecciones, sino las presidenciales ucranianas del 25 de mayo. Unos dirán que se trata de una providencial coincidencia y otros, sencillamente, que Dios da pan a quien no tiene dientes…

Unos 400 millones de europeos están convocados a las urnas del 22 al 25 de mayo para renovar por cinco años el Parlamento Europeo, pero el gran acontecimiento para el futuro del continente no serán estas elecciones, sino las presidenciales ucranianas del 25 de mayo. Unos dirán que se trata de una providencial coincidencia y otros, sencillamente, que Dios da pan a quien no tiene dientes…

Quizá sea Ucrania ese shock necesario para despertar a la decadente Europa de su ensimismamiento. «Los acontecimientos en Ucrania muestran claramente que la paz no puede darse por descontada», ha dicho al diario La Croix el cardenal Marx, arzobispo de Munich y presidente de la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE). «Allí hay gente que ha muerto con la bandera europea en sus manos, porque ansiaban los valores que representa Europa: paz, libertad y dignidad humana. Ucrania es un espejo para todos nosotros».

Este 2004 –ha recordado también el cardenal Marx– se celebra el décimo aniversario de la ampliación al Este. Y en otoño, se conmemorarán los 25 años de la caída del Muro de Berlín.

Con las lógicas sombras, el proyecto de integración europea supo estar entonces a la altura de las circunstancias. La contribución de la CEE fue decisiva para una pacífica transición en los antiguos países socialistas, con la triste excepción de Yugoslavia. Europa se refundó en Maastricht (y la Comunidad Económica Europea dio paso a la UE). A los países del Este se les ofreció un horizonte de libertad y prosperidad que dio un sentido a los duros sacrificios de aquellos años. Y una nueva generación de europeos occidentales protagonizó una hazaña histórica capaz de emular los viejos tiempos gloriosos de la fundación, cuando Schuman, Adenauer o De Gasperi –empujados por los EE.UU., no se olvide– pusieron las bases de la unidad de Europa entre los escombros de la Segunda Guerra Mundial. Europa seguía teniendo un proyecto.

Es verdad que muchas cosas se dejaron a medias. Kohl, Miterrand, Andreotti, Felipe González… eran estadistas, no técnicos ni burócratas. Lo importante era reunificar Europa. Lo importante era eliminar los temores hacia la Alemania ampliada y cerrar una unión monetaria que permitiera avanzar hacia la unión económica y política. Ya el tiempo iría resolviendo las contradicciones e inconsistencias de la arquitectura institucional comunitaria, en la medida en que las divergentes economías fueran acompasándose… Pero aquellos optimistas vaticinios no se cumplieron, también en parte porque Europa no volvió a tener ya grandes líderes.

Lo estamos pagando hoy muy caro, pero seguimos vivos. El euro ha resistido. La UE ha resistido. Europa ha salido viva de una durísima prueba, algo por lo que, hasta hace apenas unos meses, no apostaban muchos analistas. Portugal pone fin a su rescate el 17 de mayo. Grecia presenta por primera vez superávit primario y ha regresado a los mercados financieros. España e Italia se financian a intereses históricamente bajos, tras muchos meses de infarto a cuenta de la prima de riesgo. Sólo Chipre sigue en recesión, aunque se espera que crezca ya el próximo año.

Por un lado, Europa sale fortalecida. La unión bancaria será pronto una realidad, y ello hay que agradecérselo al Parlamento Europeo, que se ha impuesto a las cicateras reservas de varios gobiernos. Pero la recuperación económica no está ni mucho menos afianzada. Se han disparado las desigualdades sociales. Grecia o España soportan intolerables tasas de paro y bolsas de pobreza. El endeudamiento ha aumentado peligrosamente en estos años… Y la adhesión popular al proyecto europeo ha sufrido heridas que será difícil hacer cicatrizar. Los ciudadanos culpan a Bruselas de haber tenido que correr con los rescates de los bancos. Muchos alemanes, austríacos o finlandeses se cuestionan ahora la pertenencia al club europeo, convencidos de que, con sus impuestos, están manteniendo a sus vagos e incompetentes vecinos del Sur. Y quienes, por el contrario, han sufrido los rigores de los recortes, encuentran en el Norte y en la UE un blanco fácil contra el que disparar, olvidando que salir de la crisis hubiera sido mucho más duro sin Europa.

Todo ello explica que las expectativas para los populismos nacionalistas sean, en estas elecciones, más altas que nunca desde la Segunda Guerra Mundial. El ciudadano es además mucho más propenso al voto de castigo en estas elecciones, en las que siente que no hay grandes cuestiones en juego.

Lo que debería preocupar, y mucho, es el descrédito de Europa. Todos los gobiernos, sin excepción, se han acostumbrado a ponerse las medallas por las buenas noticias, y han responsabilizado a Bruselas de las malas. Y ésa es, sin duda, una causa importante de la desafección, pero no la única, ni seguramente la decisiva. Europa libra hoy una dura batalla contra los elementos, sin más alto ideal que no perder demasiado poder adquisitivo. En 1913, el continente representaba cerca de la mitad del PIB mundial y el 27,7% de la población. Hoy, como afirma Angela Merkel, Europa concentra apenas el 7% de la población, el 25% del PIB y sostiene el 50% del gasto social mundial. Nos hundimos.

Hace falta un proyecto. Ha terminado el tiempo en que la propia construcción europea bastaba por sí misma como ideal, a la luz de las trágicas experiencias históricas recientes. En ese sentido, naturalmente es bueno que populares y socialistas diriman en las urnas quién será el próximo presidente de la Comisión. Pero corregir la falta de legitimidad democrática de poco sirve si antes no respondemos a la pregunta de para qué queremos hoy Europa. ¿Se trata sólo de un desesperado pacto de conveniencia defensivo, mientras el centro de gravedad mundial inexorablemente se traslada hacia el Pacífico?

Donde antes hubo altos ideales sobre la misión civilizadora y humanizadora de Europa en el mundo, ahora hay fronteras cerradas a cal y canto para proteger nuestros países de la inmigración. Donde antes había una cierta concepción cristiana compartida de la vida y de la historia –plasmados en la convicción de que existen unos derechos humanos universales–, ahora hay una cruda batalla por que la UE sea un instrumento para expandir por todo el mundo el aborto y la ideología de género.

«El relativismo se hace especialmente fuerte en las instituciones de carácter supranacional» como la UE, advirtió el pronto ya ex eurodiputado Jaime Mayor Oreja, al recibir el Premio a la Defensa de la Libertad Religiosa de Ayuda a la Iglesia Necesitada. Son tiempos difíciles para los cristianos, afirma, pero «lo determinante no es tanto la agresividad que los adversarios a nuestras creencias van a impulsar en los próximos años», sino nuestra capacidad de superar el «miedo reverencial» que nos atenaza.

Mayor Oreja insiste en que debemos actuar como una minoría, no tanto porque efectivamente lo seamos o dejemos de serlo en los distintos contextos sociológicos europeos, sino porque se requiere hoy «actuar con las características propias de una minoría, esto es, autenticidad, convicción, valor, coraje, capacidad de sacrificio, esfuerzo…». Es preciso levantar «líneas de resistencia frente a la socialización de la nada» que nos amenaza, esa nada que va sumiendo progresivamente a Europa en la insignificancia, y le incapacita para luchar por el futuro, sencillamente porque los europeos ya no creen que exista nada por lo que valga la pena luchar.

Éste es el aterrador paisaje que nos encontramos ante las próximas elecciones europeas. Pero al mismo tiempo, mientras millones de europeos ejercerán su derecho a no votar o a votar antisistema, en Ucrania muchos irán a las urnas con otra idea de la UE completamente distinta en la cabeza. Porque ellos sí creen en Europa.

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