Europa, levántate y anda
Mientras el escepticismo crece y se ahonda el foso entre las diversas poblaciones y el proyecto político de la Unión, un hijo de la cultura europea injertada en la historia joven del continente americano ha llegado a Estrasburgo para decir a esta anciana cansada por tantos avatares: ¡levántate y anda! Francisco, el Papa llegado de casi el fin del mundo, ha interpelado al continente con una fuerza que recordaba el grito del Papa eslavo en Compostela y la sagacidad del Papa alemán en Los Bernardinos de París: “¿Dónde está tu vigor? ¿Dónde está esa tensión ideal que ha animado y hecho grande tu historia? ¿Dónde está tu espíritu de emprendedor curioso? ¿Dónde está tu sed de verdad, que hasta ahora has comunicado al mundo con pasión?”.
Europa, a lo largo de su historia, siempre se ha movido “impulsada por un deseo insaciable de conocimientos, desarrollo, progreso, paz y unidad”. Pero advierte Francisco, el crecimiento del pensamiento, de la cultura y de la ciencia, sólo es posible si existen raíces profundas. Aquí está una de las paradojas más incomprensibles para una mentalidad científica aislada: para caminar hacia el futuro hace falta el pasado, se necesitan raíces profundas, y también se requiere el valor de no esconderse ante el presente y sus desafíos. Recordemos que el Papa hablaba ante unas instituciones que han sido incapaces de reconocer las raíces espirituales y culturales de Europa y plasmarlas en la primera Constitución europea.
Esas raíces, necesarias para toda aventura humana, se nutren de la verdad, que es el alimento, la linfa vital de toda sociedad que quiera ser auténticamente libre, humana y solidaria. Además, “la verdad llama a la conciencia… que es capaz de conocer su propia dignidad y estar abierta a lo absoluto, convirtiéndose en fuente de opciones fundamentales guiadas por la búsqueda del bien para los demás y para sí mismo, y la sede de una libertad responsable”. El discurso del Papa ha constituido una enmienda total al relativismo, presentado como fundamento de las democracias europeas y del proceso de construcción de la unidad.
“Sin esta búsqueda de la verdad, cada uno se convierte en medida de sí mismo y de sus actos, abriendo el camino a una afirmación subjetiva de los derechos, por lo que el concepto de derecho humano, que tiene en sí mismo un valor universal, queda sustituido por la idea del derecho individualista”, ha sentenciado Francisco en una de las sedes principales donde se gesta la arquitectura jurídica de los llamados “nuevos derechos”. Ese individualismo nos hace humanamente pobres y culturalmente estériles, pues cercena de hecho esas raíces fecundas que mantienen la vida del árbol de Europa. De ahí que no sea extraña la imagen de una “Europa un poco cansada y pesimista, que se siente asediada por las novedades de otros continentes”.
A pesar de eso, Francisco ha retomado el apoyo permanente de los pontífices, desde mediados del siglo XX, al proceso de unidad europea, recordando que en el centro del ambicioso proyecto de los Padres fundadores “se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad trascendente”. Creo que uno de los núcleos esenciales del discurso del Papa a las instituciones europeas se encuentra precisamente en este binomio: la defensa de la dignidad del hombre está intrínsecamente ligada al reconocimiento de su carácter trascendente, entendido como tensión por buscar del significado, apertura al Misterio y valor de la conciencia, una brújula inscrita en nuestros corazones para distinguir el bien del mal.
Es imposible no sentir el eco raztzingeriano de esta afirmación del papa Bergoglio: “el futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel «espíritu humanista» que, sin embargo, ama y defiende”.
Sin pretender ninguna hegemonía cultural ni buscar la protección del poder político, la Iglesia concurre a este momento histórico con el deseo de aportar la experiencia de humanidad que nace del Evangelio. Esa es su vocación, que quiere poner en juego con las cartas boca arriba, sin nostalgias y despejando cualquier recelo de injerencia, porque como dijo Francisco, esta contribución “no constituye un peligro para la laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de la Unión, sino que es un enriquecimiento”.
Al despedirse del Consejo de Europa, el Papa propuso instaurar una especie de «nueva ágora», en la que toda instancia civil y religiosa pueda confrontarse libremente con las otras, animada exclusivamente por el deseo de verdad y de edificar el bien común, respetando la separación de ámbitos y la diversidad de posiciones. Frente a la corrección política que agarrota el clima cultural europeo, el laicismo agresivo y cualquier forma de fundamentalismo, ese sería un espacio vital para que “Europa, redescubriendo su patrimonio histórico y la profundidad de sus raíces… reencuentre esa juventud de espíritu que la ha hecho fecunda y grande”.