Editorial

Europa es relación

Mundo · PaginasDigital
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30 noviembre 2014
Tenía 25 años cuando recibió el encargo. Y Rafael supo demostrar a Julio II que no se había equivocado. El Papa amante del arte había acertado al pedirle que decorara las estancias que se quedaron con su nombre. En La Escuela de Atenas, uno de los frescos de esas estancias, Platón señala al cielo y Aristóteles la tierra. Dialogan, rodeados de los mejores pensadores clásicos, en un templo romano que se abre hacia un cielo azul con fascinante profundidad. El pintor hace un alarde del arte de la perspectiva desarrollado en el quattroccento. Personajes y objetos se sitúan en su justa proporción dentro de un espacio ordenado bajo tres arcos que se prolonga hacia el infinito.

Tenía 25 años cuando recibió el encargo. Y Rafael supo demostrar a Julio II que no se había equivocado. El Papa amante del arte había acertado al pedirle que decorara las estancias que se quedaron con su nombre. En La Escuela de Atenas, uno de los frescos de esas estancias, Platón señala al cielo y Aristóteles la tierra. Dialogan, rodeados de los mejores pensadores clásicos, en un templo romano que se abre hacia un cielo azul con fascinante profundidad. El pintor hace un alarde del arte de la perspectiva desarrollado en el quattroccento. Personajes y objetos se sitúan en su justa proporción dentro de un espacio ordenado bajo tres arcos que se prolonga hacia el infinito.

Francisco, 500 años después del encargo de Julio II, ha propuesto el fresco de Rafael como una suerte de “constitución pictórica” para la Unión Europea. Lo hizo en su discurso del pasado miércoles en el Parlamento de Estrasburgo. “Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra”, señaló. ¿Ingenuidad? ¿Simplismo?

El propio Papa, entre los aplausos de los parlamentarios, denunció el cansancio con palabras claras: “los grandes ideales que han inspirado a Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos”. No cabe duda, como señala Habermas, que “en el difícil camino hacia el Tratado de Lisboa (2007) las energías favorables a Europa han sido dilapidadas”. Buena culpa de ello la tuvo no solo el fracaso sino el contenido del Tratado Constitucional de 2004. Después llegó la recesión y la agenda se atascó en la crisis bancaria, monetaria y de deuda. Sin gobierno económico se ha hablado poco de gran política y menos aún de lo que está debajo de la política: la identidad de la Unión. Los proyectos de ciudadanía común se han atascado por la debilidad institucional y también por la dificultad de precisar qué es lo propio de Europa.

De este modo hemos acabado en lo que algunos han denominado la post-truth democracy (una democracia en la que no rige la verdad). La política se hace depender por completo de los estados de ánimo de la opinión pública o publicada.

Francisco no se ha limitado a indicar los males del momento. También ha señalado qué brilla en el cielo de Rafael: “en el centro del ambicioso proyecto político de los Padres Fundadores estaba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad transcendente”. Lo propio del Viejo Continente es la dignidad de la persona que mira más allá de sí misma.

La dignidad y la transcendencia estaban en los orígenes de Europa pero no siempre han sido formuladas con claridad como referencia jurídica. Hay que esperar hasta la proclamación del artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para que se establezca una relación directa entre esos derechos y la dignidad humana. Hacen falta doscientos años de historia constitucional, los horrores del nazismo y del comunismo para que el vínculo se haga explícito.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción de Europa se lleva a cabo recuperando el valor político de la dignidad de la que ha hablado el Papa. Esa recuperación se realiza con un acuerdo tácito para no debatir sobre sus fundamentos. En los años 40 y 50 del pasado siglo el ethos europeo está vivo, se comparte moral común: la evidencia del valor de la persona pervive. Las raíces no tienen suelo firme en el que asentarse pero en esos momentos el fruto de muchos siglos todavía no se ha estropeado. Muchos no se dan cuenta de que están viviendo el fin de un mundo.

Ahora el fruto ha caído del árbol, se ha pochado y es amargo. Lo interesante es que el Papa lo hace notar no con una intervención “desde fuera”, desde una atalaya que amenace la laicidad. Francisco describe desde dentro la experiencia europea de los últimos decenios. Habla, de hecho, de la enfermedad de la soledad para ilustrar a qué ha conducido el que las raíces ya solo tengan pasado.

Hay una parte de la modernidad europea que vinculó la dignidad, y los derechos que de ella se derivan, a la autonomía. Esa sensibilidad se ha exacerbado, “existe la tendencia a reivindicar los derechos individuales con una concepción de la persona humana desligada de todo contexto social y antropológico”. De ahí es de donde surgen los conflictos y violencias.

¿Y cuál es la respuesta? Francisco no recurre a una moral compartida como se hubiera hecho en la postguerra. La “dignidad transcendente” a la que apela está en la antropología, en la experiencia: “cada ser humano está unido a un contexto social. Hablar de la dignidad transcendente significa apelar a su naturaleza, a su capacidad de distinguir el bien del mal y significa, sobre todo, mirar al hombre como un ser relacional”. Europa es relación.

Todos somos protagonistas en la Escuela de Atenas, buscamos la perspectiva adecuada bajo un cielo abierto.

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