Europa en punto muerto

Mundo · Ángel Satué
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10 abril 2018
Nuestro dictador ha ganado. Es lo que seguramente haya vuelto a decir el presidente de la Comisión europea, Juncker, del Partido Popular Europeo, al que pertenece el partido húngaro Fidesz vencedor de las pasadas elecciones en Hungría.

Nuestro dictador ha ganado. Es lo que seguramente haya vuelto a decir el presidente de la Comisión europea, Juncker, del Partido Popular Europeo, al que pertenece el partido húngaro Fidesz vencedor de las pasadas elecciones en Hungría.

Lo lidera Víktor Órban, que ha pasado de militar en posiciones muy liberales en 1980 contra el régimen comunista a, ya en democracia, militar en el conservadurismo nacionalista.

Su partido, que en absoluto es extrema derecha pues hay otro partido en la cámara que es abiertamente xenófobo y antisemita, ha obtenido 133 escaños de los 199 posibles, en coalición con el Partido Popular Demócrata Cristianos (KDNP). La izquierda apenas tiene una representación del 25%, hundiéndose el partido socialista, heredero del que había antes de 1989, y actualmente en el Partido Socialista Europeo.

La participación del 70% en un estado de unos 10 millones de habitantes ha supuesto un record. Todo hay que ponerlo en la perspectiva de que en 1990 el partido Fidesz era un partido minoritario en la cámara con apenas 20 escaños. Sin embargo, ha ido incrementando su resultado, ganando por primera vez en 1998 hasta 2002, y como colofón esta última vez, la tercera consecutiva desde 2010.

Durante la campaña el partido de Órban ha puesto el acento en su stop inmigrantes musulmanes, y su oposición a la política de distribución de los mismos mediante cuotas de la Unión Europea de Merkel –política de cuotas que está siendo en todo caso un estrepitoso fracaso, y que comenzó con una derogación implícita de las normas sobre fronteras de la UE–. También ha centrado el foco en el origen judío del multimillonario de izquierda liberal Soros (si los millonarios tienen ideología), que le pagó sin embargo, según informaciones, parte de sus estudios de Derecho en Inglaterra.

Han sido muchas las críticas en la prensa internacional a ciertas medidas electoralistas como la reducción de la factura del gas para la clase media trabajadora húngara en vísperas electorales. Para los críticos, tanto estas actuaciones como que el Banco Mundial haya empeorado la calificación en materia de corrupción del país, son el botón de muestra para medir la calidad de la democracia húngara. Siempre un escalón por debajo de la Europa occidental y del norte.

Indagando en las razones de una victoria tan rotunda, Hungría y en general los países de “Mitteleuropa” –la Europa del este, antes de la caída del Telón de Acero–, y por supuesto los otros países balcánicos, han hecho una difícil transición desde el sistema de economía centralizada (sin mercado) a una economía de mercado (con intervención del estado). Estas dificultades hacen que muchos húngaros vean el pasado como una etapa de seguridad y de ciertas cotas de bienestar social que hoy añoran. Sucede lo mismo en Rumanía.

Para comprender el resultado húngaro hay que comprender que Hungría fue en los 70 y los 80 una de las repúblicas más liberales del Pacto de Varsovia, donde su entonces presidente les garantizó ciertas liberalidades políticas (“quien no está contra nosotros es nuestro amigo”) y un progresivo desarrollismo económico. Órban les ha dado ahora esas mejoras económicas –gracias en parte a las inversiones de la industria alemana y los fondos de la Unión Europea: paro del 3,3% en 2018 ante el 11,2% de 2010; crecimiento del 0,7% en 2010 ante uno del 4% PIB en 2018–, si bien, en su particular contrato social, les ha “exigido” a los húngaros que acepten varios puntos importantes.

Entre ellos, la reforma constitucional (2012), introduciendo en la Constitución lo que el propio Tribunal Constitucional calificó de inconstitucional, así como un sistema electoral mixto donde todo ciudadano tiene dos votos, uno para votar por un candidato de distrito y otro por una lista de partido. Esto ha originado una delineación a la carta de los distritos electorales que parece favorecen al partido de Órban (técnica que se llama en inglés “gerrymandering”); también, una polémica ley de medios de comunicación. El pacto parece que incluye cierta “tolerancia” hacia ciertas cotas de corrupción. La justificación de Órban es poder acabar con todo vestigio de la época comunista, aun cuando pueda haber corruptelas.

Aunque las críticas arrecian por el lado de esta revolución institucional (rebajar la edad de jubilación de los jueces, cambios en la constitución…), lo que no perdona en absoluto la izquierda liberal es la decidida “batalla cultural” emprendida por la derecha húngara en defensa de “lo de siempre”.

Por otro lado, para la Unión Europea, enfrascada en su obligo tecnocrático, la victoria de Fidesz debe ser la confirmación de que debe cambiar de política si Bruselas quiere una Europa unida. El Brexit fue un aviso, pero parece que hay dos Europas diseñando la Europa del futuro.

Es preciso en todo caso que surjan ciertos consensos y una narrativa común sobre las bondades de la cultura y tradición cristiana, parece que lo reclama mucha gente en Europa. Pero parece que Europa debe ser una sociedad abierta y respetuosa. En el imaginario de la izquierda liberal y de la derecha conservadora, parece que ambas premisas no pueden darse a la vez.

Lo que se dirime entre Órban y la Comisión, entre Órban y Soros, entre Órban y el New York Times y medios afines, todos ellos puntas de iceberg, es un pulso nada velado entre la nueva ideología globalista y “las fuerzas vivas del pueblo”, donde por cierto ya no están las fuerzas proletarias, que fueron útiles y tuvieron su momento pero que habrán de mutar o fenecer.

En la agenda globalista, se nos dice que sería conforme a lo que debe ser eliminar todo vestigio de identidad nacional y valores tradicionales (familia natural, matrimonio natural, respeto a la vida desde su comienzo hasta su final, estado nación), en pos de una nueva identidad mundial bajo otro tipo de valores (ateísmo, aborto libre, eutanasia, eugenesia, uniones de vida del mismo sexo, divorcio, cambio de identidad sexual, “multiculturalismo militante”…). No me atrevo a pensar que el votante medio del Fidesz vote con esto en la cabeza, sino más bien con miedo a los extranjeros y agradecimiento por un país con un desempleo de apenas el 4%, con una deuda y un déficit en descenso y con una economía creciendo en torno también al 4%.

La soberanía territorial sobre las que Órban ha edificado su victoria se está convirtiendo a comienzos del siglo XXI en una vana ilusión (Bauman). En realidad el mundo es eminentemente global.

Lo que ha acontecido en Hungría, como antes en Alemania, en Austria, en Francia, en Italia, en España con Cataluña… es una batalla identitaria entre el ellos y el nosotros, entre los buenos y los malos. Una elección sobre la identidad de una parte de los europeos del centro de Europa, los húngaros. Pero también en consecuencia se ha producido una elección sobre la identidad política, en parte, de Europa. Ha ganado en esta ocasión una Europa de estados, en vez de hacia una Europa de ciudadanos en estas elecciones.

El miedo al islam ha sido clave, pero porque antes se ha perdido la confianza en nuestra tradición, y las estructuras sociales y culturales que guardan y hacen viva esa tradición, y ese deseo. La confianza es la victoria. En Hungría parece que ha ganado la identidad cristiana de Europa, pero en el fondo, realmente, ha ganado el miedo y el pasado. Hemos vuelto a perder un tren: el de confiar que una vez Europa alumbró a la humanidad entera, y que si hay algo que no es cristiano es tener miedo, y no tener esperanza.

La llanura húngara rodeada de otras naciones y de montañas, acechada por el oso ruso, controlada históricamente por Austria, en medio del curso del Danubio, es una posibilidad para Europa. La pregunta es si en Bruselas se ha dado cuenta de que no cabe plantear una batalla cultural sin esperar una respuesta, ni si se han dado cuenta de que es preciso legitimar el estado de derecho frente a tentaciones a la turca o a la rusa, y sobre todo, que para construir Europa no va a quedar más remedio que contar con los estados, al menos en esta etapa de transición en que se define el papel de estos en la globalización. Europa se queda en punto muerto, y es la peor noticia para el Viejo continente. India esta semana pasará a ser la quinta economía del globo, desbancando a Francia o el Reino Unido.

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