ETA mata ante una sociedad desactivada
Distinguir entre los asesinatos de una banda sanguinaria no tiene sentido alguno. El valor de una vida vilmente segada no puede compararse ante otro hecho similar. Resulta, en cambio, del todo pertinente extraer las distintas lecturas que más allá de la acción bárbara puedan hacerse.
El atentado contra Ignacio Uría nos hace volver, forzosamente, la mirada a las tres últimas décadas del milenio pasado. Rescata los recuerdos de un País Vasco y una España que en su momento decidieron doblegarse ante el mal.
La paralización definitiva, por parte del primer gobierno de Felipe González, de la construcción de la central nuclear de Lemóniz tras los cinco asesinatos de ETA contra trabajadores del proyecto, se puede distinguir como el primer momento en el que los asesinos constatan la debilidad de los actores de esta nación. Ya en los noventa, fue la diputación de Guipúzcoa, gobernada por EA, la que cedió al chantaje de variar el trazado original de la autovía de Leizarán después de numerosos atentados. El País Vasco sufría dos importantes reveses, la desaparición o la pérdida de calidad de dos obras de primer nivel y, sobre todo, la percepción de que en adelante sería ETA la que marcaría el ritmo del crecimiento de las infraestructuras. Aquellas dos derrotas de la democracia, bendecidas por nuestros políticos, fueron ratificadas por una sociedad silente y cabizbaja que se mostró entre incapaz e indolente de hacer frente a la bota de los terroristas.
Por eso, el ingrediente más distintivo que en esta ocasión nos deja la muerte a tiros del empresario Uría es la labor pendiente que vuelve a asomar y que no puede dejar pasar el pueblo vasco. La recuperación de las riendas de la democracia, la defensa del derecho a prosperar, la demostración de que el bien es más fuerte que su antagónico. La construcción de la Y vasca se ha cobrado su primera víctima mortal, y es en memoria de Ignacio Uría, y en la de los anteriores que quedaron en el camino, desde donde una sociedad como la vasca tiene la obligación moral de demostrar que tantos años de gobierno nacionalista no pueden desactivar a un pueblo para siempre. Una nueva victoria de ETA resultaría muy difícil de digerir pero más complicada de entender, si cabe.