Estadistas, se buscan
La apretada secuencia de procesos electorales que se están sucediendo en América del Sur (iniciada con las presidenciales de Chile, Ecuador y Paraguay el año pasado, seguida con las de Bolivia, Colombia, Brasil y Uruguay en este 2014 y que se cierra el próximo año con la de Argentina) pone en discusión el perfil del conductor político que las sociedades sudamericanas definen con su voto, demanda como nunca limitada por la escasez de la oferta.
Es que en el actual panorama político, dominado por diferentes expresiones de un populismo demodé, nostálgicas y lejanas suenan las palabras de Pericles a los atenienses en homenaje a los soldados caídos en la guerra contra Esparta:
´Cuanto más grande os pareciere vuestra patria, más debéis pensar en que hubo hombres magnánimos y osados que, conociendo y entendiendo lo bueno y teniendo vergüenza de lo malo, por su esfuerzo y virtud la ganaron y adquirieron. Y cuantas veces las cosas no sucedían como deseaban, no por eso quisieron defraudar a la ciudad de su virtud, antes le ofrecieron el mejor premio y tributo que podían pagar, cual fue sus cuerpos en común´ (Tucídides, lib. II, 35-36).
Suena a lenguaje desconocido, absolutamente ajeno a las prácticas políticas latinoamericanas protagonistas de la escena actual. Tal vez la figura de Tabaré Vázquez, casi seguro vencedor de la inminente segunda vuelta electoral en Uruguay para ocupar por segunda vez la presidencia, escape a la denunciada parvedad de genuinos hombres de Estado: todos recuerdan cuando en contra de su propio partido vetó la ley de aborto por manifiestas razones de conciencia laica.
El sectarismo dominante cierra el paso a la aparición de auténticos estadistas, los que por cierto no han faltado en el curso de la historia del continente. El resultado del estilo político desplegado en los últimos años por los regímenes populistas son sociedades profundamente divididas, como resulta evidente en los casos más patológicos, con Venezuela y Argentina a la cabeza.
Ya Juan D. Perón sentenciaba que ´el sectarismo es una deformación de la conducción política, que es de sentido universalista, amplio: el sectarismo es la tumba de la conducción en el campo político´ (Conducción Política, 1973).
Más aún, muchos de los experimentos políticos populistas de momento `exitosos` en Sudamérica son deudores de procesos que les antecedieron y que, en manos de hombres de Estado más serios, sentaron las bases para la posterior política de distribución de ingresos que provocaron una primera y segunda adhesión popular. Ello es muy evidente si se piensa en el gobierno de Fernando Henrique Cardoso en Brasil, quien pagó costos políticos sobre los cuales cosecharon triunfos y reconocimientos luego tanto Lula Da Silva como Dilma Rousseff. O en el caso de Eduardo Duhalde en Argentina (aunque no haya sido elegido por el voto popular, sino por sus pares del Parlamento en los días de la crisis institucional de finales de 2001): les dejó el gobierno servido en bandeja a los Kirchner, Néstor y Cristina, quienes usufructuaron las medidas económicas de Duhalde que permitieron la recuperación nacional luego de asomarse el país al abismo.
Hoy resulta evidente la incapacidad de la política para regenerarse a sí misma. Si no crece la experiencia de una sociedad civil más protagonista, más incisiva, el progresivo deterioro de la clase dirigente parece inexorable.
¿De dónde podrá venir una novedad que cambie el curso de los acontecimientos?
El Papa Francisco ha formulado en la Exhortación Apostólica `Evangelii Gaudium` los cuatro principios que hoy la Iglesia postula como bases del bien común y la paz social:
– El tiempo es superior al espacio.
– La unidad prevalece sobre el conflicto.
– La realidad es más importante que la idea.
– El todo es superior a la parte.
La explicación de los cuatro principios que el Papa argentino desarrolla en el capítulo IV de la E.G. constituye un verdadero curso acelerado para aspirantes a estadistas, rara avis que el actual momento histórico reclama salvar con urgencia de la extinción. El propio pontífice practica lo que predica, como lo demuestra la ingente tarea que desde Santa Marta casi en forma cotidiana despliega recibiendo con sencillez y calidez a los principales actores de la vida pública argentina, abriendo espacios de diálogo, abrazando incluso a los que eran sus detractores cuando era arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina, generando constantes instancias de unidad.
La Iglesia, con dos mil años de experiencia de vida en comunión y a partir de la fe como inteligencia nueva de la realidad, le regala a la política los instrumentos y las categorías que ella no puede darse a sí misma.