Esperanza ni antes ni después

Se ha publicado un libro que se llama Esperanza. Está mal que hable del volumen porque soy el autor. Y el buen gusto recomienda no referirse a uno mismo. Pero si he empleado 35.000 palabras para contar qué razones encuentro para mirar con confianza el futuro, ¿por qué no utilizar estas 800 en volver a hacerlo?
Me puse a escribir porque estaba cansado de lamentos, de escuchar a todas horas hablar de la «decadencia de Occidente», de lo mal que está todo, de los efectos perniciosos de la postmodernidad digital, de las tinieblas que se han apoderado del mundo, de la desaparición del yo, de la inconsistencia y la ignorancia de las nuevas generaciones. Me puse a escribir porque estaba harto de moralistas, de libros de autoayuda que recetan grandes dosis de estoicismo para rebajar las aspiraciones y alcanzar así una felicidad de vacas, porque me producen un gran rechazo las formas de religiosidad defensivas y victimizadas, las que alientan el miedo, las que empujan a soñar en un mundo diferente al que vivimos. Me puse a escribir para gritar: ¡abajo la reacción que es siempre perezosa¡
En realidad no es verdad, no es toda la verdad. Me puse a escribir, sobre todo, porque quería gritar: !viva el deseo¡ !viva el presente¡
Esperanza tiene la forma de un ensayo dialogado. Su protagonista, Juana, es una mujer que vive bajo el sol negro de la nostalgia. Le ahogan los recuerdos de un sitio donde no ha estado, de un pasado que no ha existido. Juana utiliza diferentes lenguas para referirse siempre a lo mismo: “the good old days”, “le bon vieux temps”, “il buon tempo ”… Parece no darse cuenta de la contradicción: no hay buen pasado que no esté de algún modo presente. La “edad dorada” es una construcción de nuestra imaginación que huye del único lugar donde se puede encontrar una luz de oro: el hoy.
Juana también incurre en la contradicción de hacer llamamientos para defender la cultura occidental. Occidente nace de la síntesis romana y Roma construyó un Imperio pero no defendió su cultura. Con una energía ecuménica envidiable supo aprender de todas las culturas. Ser occidental es saber aprender de las crisis, no tener miedo a la historia. No hay esperanza para el futuro si el pasado no ha superado la prueba del presente.
He escrito este libro para empujarme a mí mismo a superar la ceguera que sufrimos los hijos del 68, los nacidos y criados en la segunda mitad del siglo XX. Los hijos del 68 si no vemos materializarse ciertos proyectos políticos, sociales o religiosos pensamos que todo está oscuro. Nos interesa, sobre todo, ocupar espacios, pequeñas (a menudo muy pequeñas) o grandes parcelas de poder. Nuestros argumentos, abstractos y áridos, alejados del palpitar de la vida, no cambian a nadie. Y para justificarnos hablamos de la “inconsistencia de los jóvenes”. El problema no son los jóvenes, el problema es que nosotros, los hijos del 68, no sabemos o no queremos leer la nueva gramática en la que se expresa un ansia eterna. Como no tenemos sentido del tiempo, hemos perdido el sentido de lo eterno.
Los jóvenes necesitan más que nunca saber que haber nacido, que existir, ni es un pecado ni es un error. Necesitan saber que son un regalo para sí mismos y para el mundo. Y nosotros les hablamos de sacrifico, de coherencia, de moral. Si escucháramos con atención el grito de soledad que sale de sus gargantas nosotros mismos empezaríamos a estar acompañados, empezaríamos a reconocer que hay algo en el presente que sirve para mirar con confianza el futuro.
En el momento en el que un joven -a veces le sucede incluso a un hijo del 68- se atreve a deletrear el nombre de su soledad está construyendo los cimientos de lo que puede acompañarlo. El grito doloroso que atraviesa el mundo es la prueba más sólida de que no nos hemos ahogado en una nada líquida. Los racionalistas hijos del 68 pensamos que se puede gritar sin dirigirse a nadie; que se puede preguntar si admitir, aunque sea de forma remota, que hay una respuesta; que se puede reconocer un vacío de la soledad sin que eso suponga ya estar acompañado por el que se espera.
El grito ensordecedor que se escucha en esta era, la pregunta dolorosa, la soledad reconocida con una sencillez nueva y dramática son indicios de una energía inagotable que está en nosotros pero no es nuestra. No hay esperanza cuando se piensa que todo va a salir bien. Eso es de estúpidos. Hay esperanza cuando se sabe que, salgan como salgan las cosas, tendrán sentido, es decir cuando se sabe que el Origen de esa energía nos acompaña. Es una esperanza difícil, siempre remota, a menos que ese Origen tenga la forma tierna de la carne.