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Esperando el #Me Too del islam

Editorial · Fernando de Haro, Lahore
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2 julio 2019
El comisario del servicio secreto militar me explica con mucho énfasis que en el islam no está permitido que el hombre lleve al descubierto la parte del cuerpo comprendida entre el ombligo y las rodillas. Lo hace levantándome la camiseta y tocándome las piernas. El clérigo de la madrasa (escuela coránica) donde sucede la escena mira al militar con satisfacción. La madrasa en la que hemos estado grabando hasta unos minutos es una de las históricas de Lahore, la capital del Punjab. En sus aulas, sentados en el suelo, con movimientos rítmicos, a gritos, los niños aprenden de memoria las suras del Corán. El interrogatorio del comisario, que nos obligará más tarde a abandonar precipitadamente Pakistán, demuestra quién manda en el país.

El comisario del servicio secreto militar me explica con mucho énfasis que en el islam no está permitido que el hombre lleve al descubierto la parte del cuerpo comprendida entre el ombligo y las rodillas. Lo hace levantándome la camiseta y tocándome las piernas. El clérigo de la madrasa (escuela coránica) donde sucede la escena mira al militar con satisfacción. La madrasa en la que hemos estado grabando hasta unos minutos es una de las históricas de Lahore, la capital del Punjab. En sus aulas, sentados en el suelo, con movimientos rítmicos, a gritos, los niños aprenden de memoria las suras del Corán. El interrogatorio del comisario, que nos obligará más tarde a abandonar precipitadamente Pakistán, demuestra quién manda en el país. Da igual que el primer ministro sea de un partido musulmán o un play boy populista. Quien rige los destinos de esta nación de más de 200 millones de habitantes, encrucijada de Asia, es la alianza entre islamismo y ejército que le dio su identidad. El comisario tiene que demostrar al clérigo que hace cumplir la interpretación más estricta del islam y el clérigo presta su apoyo al comisario. Hasta no hace mucho era frecuente en Lahore, la ciudad fronteriza con la India, que los hombres paseasen con pantalones cortos y zapatillas por sus parques. El avance del partido radical Tehreek-e-Labaik ha cambiado las costumbres. Islamismo sobre islamismo, sobre el de Ali Bhutto de los años 70, sobre el del general Zia de los años 80, sobre el islamismo que impulsó Estados Unidos para combatir en Afganistán a los talibanes.

Mientras escucho al comisario predicar se me viene a la cabeza el rostro de Sadaf, una niña de 12 años que horas antes acaba de contarme su historia. Sadaf usa un pañuelo que le cubre la cabeza, viste como una musulmana, o como una hindú. Muchos cristianos del Punjab no se distinguen por su ropa. Son el vivo retrato de lo que decía la carta a Diogneto. Sadaf tiene el rostro severo y la expresión tímida pero enseguida le sale el carácter. Sadaf me ha explicado que una compañera de clase le invitó el pasado mes de abril a pasar una tarde con ella. Después de resistirse durante un tiempo accedió. La invitación fue una trampa para que el hermano de su compañera, Sabtain, la raptara. A Sadaf la drogaron, la trasladaron a Faisalabad y allí Sabtain abusó de ella. Sadaf lo relata todo con aplomo, sin bajar la mirada. Después de la agresión sexual, recibió una instrucción rápida de nociones sobre el islam y fue forzada a convertirse. A la conversión forzada se unió un matrimonio también forzado con un expediente falso. Sadaf no quería ser musulmana y no quería ser una posesión de Sabtain. Así que en un nuevo traslado tuvo el coraje de saltar del autobús en el que viajaba. Huyó y pidió un móvil a una persona desconocida. Consiguió llamar a su padre que fue rápidamente a recogerla. Ahora ha vuelto a ser acogida en su familia. Sadaf, que ya no tiene la mirada de una niña, me explica que ella no quería dejar de ser cristiana.

Todos los años se producen en torno a 700 casos de conversiones forzadas al islam en Pakistán. La cifra puede ser más alta porque de muchas de ellas no se tiene noticia. Las conversiones y los matrimonios forzados forman parte de un abuso sexual que, en la inmensa mayoría de los casos, se prolonga toda la vida. En algunas ocasiones son los profesores los que, en los colegios, actúan como cómplices. Hay veces en los que el secuestro y la conversión son utilizadas para la trata, y entonces las mujeres cristianas acaben en la prostitución. Es llamativo que muchos musulmanes, que conservan la vieja cultura brahmánica, no quieran beber de las fuentes de las que beben los cristianos, ni comer en sus platos, pero no consideren impuro violar a sus mujeres.

Sadaf ha tenido un gran coraje, una gran claridad sobre lo que quería y un lugar donde volver. Pero a menudo no es así. Cuando se produce el rapto es necesario actuar inmediatamente, si el rescate no es inmediato la situación se formaliza. No siempre es fácil que la víctima, que se siente culpable por lo que ha sucedido, dé un paso adelante para recuperar su libertad.

El comisario me repite las normas de vestimenta y yo pienso en los ojos de Sadaf, la niña que ya no es niña, la niña que ha querido seguir siendo cristiana y ha querido seguir siendo ser libre. Y pienso en los miles de mujeres que en los pueblos del Punjab han sido obligadas a abandonar la fe en la que nacieran para convertirse en objeto del capricho de hombres educados en un islamismo nocivo. Y el mal sufrido por estas niñas y mujeres se me aparece como una gran ola de suciedad, como un gran genocidio sexual. Y quedo esperando el #Me Too del islam.

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