Escuchamos pero no juzgamos
Llevo semanas escuchando esta frase en redes y no dejo de pensar en ella: “escuchamos pero no juzgamos”. Lo que parece una simple tendencia en redes sociales que probablemente los usuarios de TikTok e Instagram olvidarán cuando llegue el nuevo trend a mí me habla de algo profundamente humano.
Analicemos la frase: “escuchamos pero no juzgamos”. Lo primero es que ambos verbos están conjugados en una primera persona del plural. Hay un “nosotros”. Por lo tanto hay un “yo” que está acompañado. No es uno en solitario que le habla al aire. Esto es interesante porque parece señalar que hay una necesidad de comunicarse. Hay una deseo de escuchar y de ser escuchados.
Sin embargo, ambos verbos están separados por dos palabras cruciales: un “pero” y un “no”. “Pero” es una conjunción coordinante que indica una restricción o una corrección. El “no” es una negación. Esto es lo que me intriga. Dentro del verbo “escuchar” parece estar implícito el “juzgar” y es necesario incluir estas otras dos palabras para sacar una acción de la otra.
En pocas palabras, no podemos escuchar sin juzgar. Por eso tenemos que hacer la aclaratoria con el “pero no”. Uno que escucha verdaderamente pone su atención en algo y reacciona ante eso que recibe. Decir que se escucha sin juzgar es decir que se escucha, se presta atención, pero que después no se puede reaccionar. Como si eso fuera posible. Por más que otro me diga que no piense, realmente, no puede evitar que yo lo haga. Si uno mismo no es capaz de predecir ni reprimir su reacción ante las cosas, mucho menos otro será capaz de hacerlo por nosotros por más que nos lo exija.
Esto es lo que me ha llenado de preguntas desde que escuché por primera vez la frase del trend. ¿Qué se hace con la información que se recibe pero no se puede juzgar? ¿Para qué me la cuentan si no quieren que la juzgue? ¿Por qué alguien querría contarnos algo pero no querría que lo juzgáramos? ¿Juzgamos el dato recibido o a la persona que nos lo da? ¿Qué entendemos, realmente, por “juzgar”?
Tratando de ir un poco más al fondo, veo dos factores que comparten los que suelen hacer este reto: es gente joven y son usuarios de redes sociales. Es decir, es una población que, más que otros grupos demográficos, se ven más afectados por el “qué dirán”. Por otro lado, son un grupo que, conscientemente o no, se exponen constantemente a pocos conocidos y a muchos desconocidos en Internet: ¿o qué otra cosa es, si no, subir a redes sociales fotos de viajes, comidas, planes, selfies y un largo etcétera?
Parecería contradictorio que un grupo de gente que se atreve a compartir su vida con todo Internet tenga miedo de lo que dirán aquellos que los vean. Sin embargo, esta es mi hipótesis frente a esta nueva tendencia en redes sociales: tenemos miedo de ser juzgados, pero queremos ser escuchados.
¿Por qué tenemos miedo de ser juzgados? Porque entendemos la palabra “juzgar” como algo malo. Nos parece que todo juicio que pueda hacerse sobre cualquier cosa siempre será un juicio negativo. Solo se “juzga” lo que está mal. Lo que está bien se alaba, se aplaude, se aprecia, pero no se juzga.
Ahora bien, ¿decir que algo nos gusta no es juzgar ese dato? Pongo un ejemplo muy tonto: si me ofrecen dos helados, uno de chocolate y uno de vainilla, los pruebo ambos y decido quedarme con un sabor y no con el otro, ¿cómo puedo tomar esa decisión? ¿Cómo puedo preferir una cosa sobre la otra? ¿A caso no es eso juzgar: verificar una correspondencia, hacer un ejercicio de comprender qué me satisface más o menos? ¿Cómo puedo saber qué sabor me gusta más? ¿Por qué puedo saberlo?
¿No les parece que, si no juzgáramos las cosas, nos perderíamos de información importante para vivir? ¿No creen que juzgar las cosas nos ayuda a movernos mejor en el mundo? ¿A caso juzgar las cosas no nos hace conocer mejor nuestro alrededor y a nosotros mismos?
En el ámbito académico y cultural siempre se ha hablado de “la crítica” como ese ente de personas que tienen la autoridad para decir si una obra es buena o mala y hacer un juicio al respecto. Los críticos siempre han parecido gente malvada porque da miedo el poder que tienen para hundir cualquier obra, como un emperador romano con un pulgar hacia abajo. Pero los emperadores romanos también pueden poner el pulgar hacia arriba. La crítica también puede alabar un trabajo porque han juzgado que está bien hecho.
Le tenemos miedo a que se nos juzgue, a que se nos critique, porque creemos que nuestro valor reposa en lo que hacemos. Creemos que si somos capaces de producir una obra “buena” –no porque nosotros consideremos que es “buena” sino porque otros la han considerado así– entonces nosotros somos, en consecuencia, “buenas” personas.
No nos da miedo que juzguen, o al menos, no realmente. No le tenemos tanto miedo al “qué dirán”. Le tenemos más miedo al “que digan algo malo” y que ese “algo malo” sea lo que determine mi valor como persona.
Por eso este reto pide que escuchemos pero que no juzguemos lo que hemos admitido en voz alta: porque preferimos el silencio después de nuestra confesión. El silencio es más cómodo que un comentario negativo si este se convierte en la medida que determina mi valor como persona.
Pero, a la vez, queremos ser escuchados. Estamos hechos para una relación. Estamos hechos para una compañía. Necesitamos compartir con el otro. Por eso decimos “escuchamos”. Hay un “nosotros” que necesitamos para vivir. Necesitamos que nuestro “yo” sea escuchado por un “tú”. Queremos contarle las cosas a alguien más, a alguien que no somos nosotros mismos. La mayor desesperación para cualquier persona es concebirse sola.
Por eso Internet es tan atrayente, porque te da la sensación de que todo el mundo, literalmente, todo el mundo, está al alcance de tu mano. Te hace sentir que, en las redes sociales, nunca estarás solo, porque siempre habrá alguien del otro lado de la pantalla, así como lo estás tú.
Por eso, ahora los gritos de la gente no son en la calle frente a un edificio de gobierno. Tampoco son en las puertas de un periódico o en los pasillos de una universidad. Hoy se grita en Internet y cada vez más fuerte.
Y gritamos porque mantenemos la esperanza de que alguien, en algún momento, nos escuche. Es como cuando nos perdemos en un bosque y pedimos ayuda. Cada “¡socorro!” está cargado de la esperanza de que alguien oiga nuestro llamado de auxilio. Cada grito está cargado de la esperanza de una respuesta.
Porque en un mundo donde la cultura de cancelación es la nueva guillotina que no deja títere sin cabeza, donde la tiranía de lo “políticamente correcto” asfixia cada vez más al “yo” que quiere expresarse libremente, no perdemos la esperanza de que exista la misericordia.
Queremos, y creo que aquí está el quid de la cuestión –o del trend en este caso–, que exista alguien que nos escuche, sí, pero que nos escuche y que juzgue. Pero, y aquí está la clave, que al juzgar no se deje confundir por lo que hemos hecho. Que nos escuche y que su juicio no dependa de nuestra confesión si no de un hecho previo: del hecho que existimos.
Me parece que en TikTok, en Instagram, en todas las redes, en las aulas, en las calles, en las ciudades del mundo, jóvenes y no tan jóvenes gritan para conseguir esto. Conseguir a alguien que nos diga: “sí, existes, con tus equivocaciones, con tus males, con tus metidas de pata, con tus manías, vicios y malos hábitos. También con todo tu bien, con toda tu virtud y tu grandeza. Existes así y ahí está tu valor. Existes así y así te quiero”.
Al final, pedir que “escuchemos pero no juzguemos” es pedir que alguien nos recuerde dónde yace nuestro verdadero valor. Pedir que alguien nos escuche y no nos juzgue es pedir que alguien nos abrace y nos diga: tú eres más, mucho más, que el mal que has hecho.
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Bonito discurso. Estaba buscando ese haz de luz de gente objetiva, asustándome del criterio que están demostrando las personas de mi edad. Noto como últimamente, los jóvenes tienen miedo al fracaso. Huyendo de cualquier logro, si así no cometo fallos. Pienso que esto es una característica que nos ayudó y ayuda a evolucionar y mejorar. Espero que haya un cambio de mentalidad en un futuro próximo.