Esa música demuestra que la fe es verdadera
El pasado 4 de julio Benedicto XVI protagonizó una de las escasísimas excepciones a su silencio monacal autoimpuesto, al agradecer la concesión del Doctorado Honoris Causa que le han concedido la Universidad Pontificia Juan Pablo II de Cracovia y la Academia de Música de la misma ciudad polaca. La ocasión era propicia para vencer cualquier resistencia, dada la implicación del nombre y de la ciudad de San Juan Pablo II, y el tema que justifica el galardón: el amor de Joseph Ratzinger a la gran música religiosa.
El Papa emérito comenzó con una confidencia que ya había desvelado en otra ocasión: la profunda emoción que embargaba su corazón infantil cuando en algunas celebraciones, en su parroquia de Traunstein, tocaban una misa de Mozart, y entonces “parecía que el cielo casi se abriera”. En esa música, había escrito tiempo atrás Joseph Ratzinger, “se nos revelaba el júbilo de los ángeles por la belleza de Dios… algo de esta belleza estaba entonces entre nosotros”.
En esta ocasión ha querido desarrollar esta idea respondiendo a la pregunta sobre ¿qué es en realidad la música, de dónde viene y a qué atiende? Y ha señalado tres “lugares” de los cuales proviene la música. Primero la experiencia del amor, que abre en los hombres otra dimensión del ser, una nueva grandeza y amplitud de la realidad. Segundo, la experiencia del dolor, de la tristeza y de la muerte, que también suscitan preguntas que no pueden responderse sólo con discursos. Y en tercer lugar, la música nace del encuentro con lo divino, que desde el inicio forma parte de lo que define lo humano. En realidad, propone Joseph Ratzinger, también a través del amor y del dolor lo divino nos toca, “y es el ser tocados por Dios lo que constituye el origen de la música”. No sólo eso, “se puede decir que la calidad de la música depende de la pureza y de la grandeza de ese encuentro”.
Y es precisamente ahí donde el Papa emérito introduce una perspectiva nada políticamente correcta. Porque si bien en todas las culturas y religiones están presentes una gran literatura, una gran pintura y una gran arquitectura, “en ningún otro ámbito cultural existe una música de igual grandeza que la nacida en el ámbito de la fe cristiana: desde Palestrina a Bach, de Händel hasta Mozart, Beethoven y Bruckner. La música occidental es única, no tiene iguales en las otras culturas”. Esto, según Joseph Ratzinger, nos debe hacer pensar, y es fácil observar que para él no es una afirmación literaria sino que lanza una verdadera provocación a nuestra razón.
No es la primera vez que el gran teólogo Ratzinger, amante como pocos de la razón, nos deja fuera de juego con una afirmación de este tipo: “Esa música (que se ha desarrollado en el encuentro con el Dios de Jesucristo, en la liturgia) es para mí una demostración de la verdad del cristianismo, porque allí donde se ha desarrollado una respuesta como ésta, ha tenido que darse el encuentro con la verdad, con el verdadero Creador del mundo”.
A la gran prensa y a la mayor parte de la inteligencia católica ha podido pasarle inadvertida esta formulación tan audaz sobre la verificación de la verdad cristiana, que sin embargo dice tanto de quién es Benedicto XVI. A mí me llama la atención que su perspectiva sobre el genio europeo, evidentemente vinculada a aquel “Quaerere Deum” de su inolvidable discurso en Los Bernardinos de París, haya resonado (digámoslo irónicamente porque ha sucedido en Castelgandolfo) casi entre amigos mientras se tambaleaban los cimientos de la Unión Europea a causa de la crisis griega.
Con sobrio realismo el Papa emérito ha concluido su discurso reconociendo que “no conocemos el futuro de nuestra cultura y de la música sagrada, pero una cosa está clara: donde realmente se da el encuentro con el Dios viviente, que en Cristo viene hacia nosotros, allí nace y crece nuevamente también una respuesta, cuya belleza proviene de la verdad misma”. Sensu contrario, podríamos decir que allí donde el deseo del corazón y el vuelo de la razón del hombre se tornan raquíticos, no puede crecer sino una respuesta amarga y decepcionante. Se entiende que Benedicto haya urgido a las instituciones que le galardonaban (y a tantas otras) para que contribuyan a que “la fuerza creativa de la fe no se extinga, tampoco en el futuro”.