Entrevista Antonio Rivera, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco

´Es un disparate establecer el artículo 155 como una condición previa´

Entrevistas · Fernando de Haro
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4 febrero 2019
Antonio Rivera es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. Vinculado al Partido Socialista de Euskadi, fue diputado autonómico y viceconsejero. Es coautor del Informe Foronda, uno de los grandes esfuerzos que se han hecho para contar la verdadera historia del terrorismo de ETA.

Antonio Rivera es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. Vinculado al Partido Socialista de Euskadi, fue diputado autonómico y viceconsejero. Es coautor del Informe Foronda, uno de los grandes esfuerzos que se han hecho para contar la verdadera historia del terrorismo de ETA.

Hay quien habla de la “cultura de la Transición” como un espejismo de reconciliación creado artificialmente para imponer el olvido. ¿Qué le parecen estas revisiones que se producen a los 40 años de la aprobación de la Constitución?

Me parecen absurdas políticamente, disparatadas desde el punto de vista historiográfico y peligrosas en el sentido social. La revisión es una actitud que debe ser constante: en política, en el trabajo del historiador o en lo que constituyen las convicciones de una sociedad siempre tenemos que estar en revisión. Pero, a la vez, tenemos que tener conciencia de que la historia solo se ha producido una vez; que podía haberse producido de mil maneras, pero que solo lo hizo de una. Quienes pretenden diseñar un futuro alternativo suelen empezar por dibujar un pasado diferente al asumido por la mayoría. Es normal hacerlo, pero hay que ser conscientes de lo que se está haciendo. La Transición fue el intermedio posible en aquel momento entre una oposición que movilizaba, pero no lo suficiente como para derribar los restos de la dictadura, y el epílogo de un régimen que, aunque muy debilitado y deslegitimado, todavía controlaba lo sustancial del Estado y mantenía la adhesión de la parte no movilizada de la población. Venir ahora a decir que todo podía haber sido diferente es pura melancolía, una reconstrucción ahistórica e insolvente. Hablar de traición de la izquierda es seguir con el clásico del izquierdismo que confunde su mejor con lo bueno y que pretende con ello quitarse de en medio a todos sus competidores que estuvieron allí, que tuvieron que ver con aquello. Cuestionar sin más la política del acuerdo, con gratuidad, es abrirnos a una manera de hacer política que resulta muy simpática en los ensayos –de Carl Smith a Laclau, todos los que apuestan por una “política de contrarios, de enemigos”–, pero muy peligrosa en sus resultados cuando se lleva a la realidad. Los pecados de nuestro tiempo no son de la Transición en su mayoría –sí algunos, por supuesto–; más bien pertenecen a las décadas de democracia –¡cuatro!– que hemos transitado sin reparar en errores que resultaban evidentes y que así se denunciaron en su día.

Hablando de cuatro décadas, ¿40 años después qué balance se puede hacer del modelo territorial de las Autonomías? ¿Cuáles son sus principales éxitos y sus principales fracasos?

El Estado de las autonomías ha resultado un éxito. Es la fórmula más estable, democrática y eficaz para hacer funcionar un país tan heterogéneo en cómo se ven a sí mismas sus partes. Hay regiones con alta demanda de singularidad, histórica y construida del último siglo para aquí, de la mano de los nacionalismos de finales del siglo XIX. Hay regiones artificiales, hechas por decreto en los años ochenta cuando se trataba de hacer autonomías para todos. El mismo modelo no puede servirnos a todos, porque para unos no da por estrecho y para otros se excede. Cuando llegó la crisis de 2008 hubo gobiernos regionales que se pensaron lo de devolver las competencias más costosas al Estado; otros aprovecharon para derivar sus tensiones internas hacia el exterior, cuestionando su estatus dentro del país. El modelo casi federal es bueno, pero habría que ir a uno claramente federal, sin “casis”. ¿Por qué? Básicamente por dos razones. Primera, para evitar la tendencia a la relación vertical, bilateral, que usan quienes se dotan de élites nacionalistas para negociar “con Madrid”, con el resultado de evidentes desigualdades de trato entre los españoles. Segunda, para corresponsabilizar a todos los gobiernos autonómicos con la gestión de sus ingresos y gastos. Para ello hay que adelgazar más al Estado central, pero estableciendo con claridad cuáles son sus competencias como nuevo Estado federal y cuáles las de las federaciones. Todo por escrito, mediante una reforma constitucional. ¿Problema? Que eso no convence a los nacionalistas –nacionalismo y federalismo suelen ser antitéticos– y que la pulsión centralista de este país, de derechas y de izquierdas, ve en ello la disolución de la esencia del mismo, idea realmente absurda. En un mundo como el presente, el concepto de soberanía no puede ser el clásico, ni hacia arriba ni hacia abajo, ni tampoco el de representación, ni el de la correspondencia entre características nacionales y realidad estatal (o casi estatal).

Se preguntaba hace algunos años si “se puede establecer un sistema asimétrico que responda a la asimetría real de demandas y autopercepciones, pero que no sea lesivo ni para la igualdad de trato ni para el derecho de otros a verse en todo su conjunto, incluyendo en él a los ‘singulares’”. ¿Cuál es hoy su respuesta?

La solución federal no es el bálsamo de Fierabrás porque las realidades son siempre dinámicas, pero sí que pondría negro sobre blanco el sistema de derechos y deberes de los ciudadanos cuando estos los ejercen en sus marcos territoriales. Creo que no es poco.

¿Cuál es su opinión sobre la propuesta de un “Estado plurinacional” como el que hizo el PSOE en su 39 Congreso?

España es históricamente un país con grupos de ciudadanos que se sienten y son diferentes del resto y, sobre todo, diferentes de lo que en un momento se establece como la identidad española. Eso es así y la política le tiene que dar marco para evitar tensiones. “Estado plurinacional” puede ser una definición, como otra cualquiera. A mí me parece bien. El problema es que eso no genere en su aplicación desigualdades de trato. Y por eso soy partidario de la solución federal, a la que el PSOE no se atreve todavía a dar los pasos adecuados, a plantearlo abiertamente y a mostrar un plan de actuación en los próximos años para llegar a ello. Mientras no se haga así seguiremos con nominalismos, que a unos no les dicen casi nada, porque ya se les han quedado pequeños, y a otros les irritan innecesariamente, porque creen que les tocan las esencias.

En algún momento ha hablado de la falta de un sujeto prepolítico entre los no nacionalistas vascos. ¿En qué consiste esa carencia?

Los nacionalistas, todos, vascos o no vascos, parten de una realidad y de un sujeto prepolítico que no es otro que lo que ellos entienden por nación y por nacionales. A partir de ahí empiezan a escalar peldaños –difunden su tesis, incrementan el número de sus adeptos, generalizan el criterio desde la presión social o desde el control de instituciones…– hasta convertir en política esa formulación que originalmente no lo era, porque solo era una idea. Otra cosa distinta es que, en ese viaje, todos los nacionalismos, para alcanzar su plenitud, tienen que tener éxito tanto en la homogeneización de su ciudadanía –hacerlos a imagen y semejanza de lo que ellos interpretan como buenos nacionales– como en el rechazo de la diferencia, interna (los nacionales que no son como ellos o no se someten) o externa (los otros: grupos distintos, inmigrantes, etcétera). En el camino, esa tesis ascendente prepolítica amenaza con llevarse por delante lo más político que tenemos en la Modernidad: la democracia y el respeto a la pluralidad constitutiva de cualquier sociedad. Es la historia de los nacionalismos.

¿Falta también un sujeto prepolítico en el constitucionalismo catalán? ¿Explica eso el hecho de que ese constitucionalismo sea muy reactivo?

Manteniendo la tesis de mi respuesta anterior, en el caso catalán debería decir que su viaje ha sido aparentemente de lo bueno a lo malo; no como el nacionalismo vasco, que no se ha movido demasiado de una visión esencialista y que se ha limitado a asumir a regañadientes “los aires del tiempo”, la democracia y la diversidad de su sociedad. En el caso catalán, su nacionalismo no era aparentemente tan etnocultural y sí más cívico, pero la crisis global y su crisis doméstica han demostrado que no era así o, quizás, han potenciado su aspecto más atávico y conflictivo, de manera que lo razonable ha pasado al disparate en que vive hoy. Evidentemente, un nacionalismo “dormido” en tanto que muy potente y protegido por un Estado, como el español, cuando se siente atacado despierta y reacciona con fiereza, porque no se quiere permitir muestras de flaqueza ante otro como él. En ese momento, que es el actual, estamos en el inevitable choque de trenes que ningún maquinista sabe cómo evitar y que los más cafeteros de cada lado pretenden resolver a lo macarra: a ver quién se aparta antes o a ver quién sale peor de la colisión.

PP y Ciudadanos reclaman en este momento la aplicación, de nuevo, del artículo 155. ¿Tiene sentido?

El 155 es un recurso constitucional, pero no cabe duda de que es extremo. Su invocación como fórmula casi estructural denota la inteligencia y cintura de esos partidos. Una cosa es que a la usanza de Azaña digamos que con el problema catalán se convive y otra distinta que optemos por extirparlo o mantenerlo silenciado mediante la fuerza. Si la situación da lugar a una nueva aplicación del 155 habrá que acudir a ella, pero formularlo como previo me parece disparatado. La política de apaciguamiento es muy risible en sus apariencias, pero no está demostrada su ineficacia en el tiempo. Los ciudadanos no suelen ser partidarios de mantener indefinidamente las crisis dentro de sus sociedades. Salvo que, como decía la directora de cine con mucha gracia, les hayan echado algo en el agua del grifo…

Refiriéndose a ETA ha asegurado que “los malos medios contaminan los fines hasta desvirtuarlos completamente”. Los malos medios de ETA fueron evidentes. Los fines eran la independencia que ahora es perseguida por Bildu. ¿Están los fines de Bildu deslegitimados por el pasado de ETA? ¿Fue errónea la decisión del Tribunal Constitucional tomada en 2011 en la que autorizó la participación de Bildu en las elecciones?

No, los medios de Bildu están deslegitimados por sí mismos, porque su objetivo es una sociedad vasca homogénea, artificial, irreal y, por eso, solo sostenible mediante la aplicación de la fuerza contra al menos la mitad de sus ciudadanos. Pero hay un porcentaje de la población vasca que responde a sus criterios y, como decía antes del 155 en Cataluña, no se puede plantear como solución el tenerlos silenciados y fuera de la ley. Eso es absurdo. Cada cual ara con los bueyes que tiene y estos son los nuestros. El problema del terrorismo es que mataba, pero también y sobre todo que lo hacía para sacar adelante un proyecto político totalitario. Fines y medios eran una misma cosa en este caso. Y el PNV debería desasirse de esos fines últimos que comparte con la izquierda abertzale, tiene que decidir de una vez si de mayor quiere ser antes un partido democrático –que cree en una sociedad democrática, plural, me refiero, no si respeta las leyes- que nacionalista o al revés. Su devaneo con el llamado Nuevo Estatus Vasco, que lleva a medias con Bildu, no permite ser optimista, aunque todavía la sociedad piensa que nunca llegará al final de ese viaje y que todo es pura pose para mantener su agenda final, la lealtad de parte de su clientela y la continuidad del vaciamiento del Estado en Euskadi… a su cargo, gestionando sus hombres y mujeres el enorme poder y recursos económicos que ello conlleva. La decisión del Constitucional de 2011, por cierto, fue la de un tribunal legítimo al que hay que obedecer. No tendría más que añadir ahí, pero diré que me pareció mejor que si hubiera resuelto en sentido contrario. Se ilegalizó porque no se podía mantener la trampa de actuar en política legal y a la vez tener una pistola o una bomba debajo de la mesa; cuando estas últimas desaparecieron, no se podía mantener el argumento de la exclusión.

Hablamos mucho de la batalla por el relato tras el fin de ETA. ¿Cuáles son las claves para ganar esa batalla?

Por lo menos dos, para no extenderme. La primera, hacer un trabajo serio como historiadores para fijar claramente qué ocurrió. Las historias tradicionales se han centrado en el ir y venir de los terroristas y de su organización, sin prestar mucha atención al efecto de su acción sobre la sociedad y la ciudadanía. Quizás con el “Informe Foronda” de 2015 pusimos una de las primeras bases historiográficas en esa dirección, en los efectos del terrorismo en la sociedad vasca y española. Los trabajos del presente están yendo por ahí y creo que es lo adecuado. El simple conocimiento de cómo actuaba el horror y el totalitarismo violento libera, porque por sí mismo desmonta el artificio ideológico que en su momento le dio cobertura y hasta cierta legitimidad. La segunda, difundir adecuadamente esos resultados y llegar al conjunto de la ciudadanía vasca –que no quiere oír ni hablar de ese tiempo pasado– y, sobre todo, a los jóvenes. El “nunca más” debe ser el axioma que presida cualquier política pública de la memoria en ese sentido. A la vez que todo eso, no mezclar víctimas y victimarios, dejar claro por qué actuaban estos, significar a aquellos que se enfrentaron a la barbarie, preguntarse y explicar las causas que hicieron posible la continuidad de ETA durante medio siglo… Hay mucho trabajo por delante.

¿Le sigue faltando a la memoria de la violencia vasca una historia?

Bueno, ya he dicho que se está trabajando ahora en la buena dirección. “Violencia vasca” fue un magnífico libro de Joseba Zulaika hace muchos años (1990) que analizaba antropológicamente la ruptura en una comunidad rural y la apuesta del grupo mayoritario por eliminar de forma violenta al otro, que hasta entonces había mantenido el poder a consecuencia de la guerra civil. Se quedaba en ese proceso que, en su desarrollo, alimentó esos cincuenta años de terror. En un registro muy distinto, la novela “Patria” de Aramburu reitera esa ruptura de la comunidad, pero despliega in extenso los resultados en diversos personajes literarios representativos de toda esa violencia. Creo que es un reflejo de sensibilidades sociales distintas en tiempos también distintos. La historia canónica de la violencia etarra y de sus consecuencias tardará en llegar y así tiene que ser. Solo los comisarios o propagandistas metidos a historiadores consiguen establecer una historia oficial a pocos meses de que se desvanezca el humo de las pistolas. Para 1943 Arrarás había publicado al completo su “Historia de la Cruzada”, pero, por suerte, ya no estamos en ese tiempo.

El Gobierno de Sánchez anunció una reforma de la ley de memoria histórica de 2007. ¿Es necesario esa reforma? ¿Qué aspectos de esa ley eran necesarios y cuáles superfluos?

Es necesario hacer menos ruido y conseguir más cosas. El Estado tiene que ponerse a cargo de localizar a todos los españoles que están desaparecidos a consecuencia de la violencia de la guerra civil y de la represión entonces y después de esta. Lo tiene que hacer él y no derivar la responsabilidad a otras entidades privadas. Tiene que hacer una política de memoria pública clara, sin estruendos ni aparentes revanchismos, pero limpiando del espacio público las referencias encomiásticas a los jefes de un golpe de Estado que derivó en una cruel guerra civil y en una interminable dictadura. Luego todo es más complicado, porque tampoco se trata de arramblar con todo hijo de vecino que tuvo alguna actividad pública en esos cuarenta años, como quieren algunos: sería tan absurdo como hacer desaparecer un tiempo, que es lo que quieren quienes vienen ahora con la milonga de que la “Cultura de la Transición” fue un pacto de silencio y todas esas cosas. Hay que sacar a Franco del Valle de los Caídos y que se lo lleven a un discreto nicho familiar: un país democrático no puede tener a un dictador reciente en mitad del escenario. Si al menos se hiciera eso, creo que sería ya mucho y no entiendo que partidos de la derecha puedan negarse a algo tan básico. Eso les hace corresponsables de aquel tiempo y los españoles que les votan no se merecen esa mácula. Se puede ser conservador o liberal de derechas sin comulgar para nada con la dictadura y con sus hombres, como hacen las derechas de otros países.

La política de enemigos es muy peligrosa en sus resultados cuando se lleva a la realidad

El modelo casi federal es bueno, pero habría que ir a uno claramente federal

Con el independentismo catalán estamos en el inevitable choque de trenes que ningún maquinista sabe cómo evitar

El problema del terrorismo es que mataba, pero también y sobre todo que lo hacía para sacar adelante un proyecto político totalitario

El simple conocimiento de cómo actuaba el horror y el totalitarismo violento libera

Hay que sacar a Franco del Valle de los Caídos y que se lo lleven a un discreto nicho familia

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