¿Es posible la reconciliación después del Terror?

Mundo · Horacio Morel (Buenos Aires)
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10 julio 2017
La violencia política de la década de los 70 en la Argentina es la historia de la politización creciente de la sociedad y la radicalización de algunos grupos iniciada hacia fines de los 60, una efervescencia que involucró a toda la sociedad bajo el influjo de la protesta obrero/estudiantil del 68 y la Revolución Cubana. Hubo varios grupos armados. Los principales fueron Montoneros, que hunde sus raíces en el nacionalismo católico que simpatizaba con el peronismo, y el ERP, de orientación troskista.

La violencia política de la década de los 70 en la Argentina es la historia de la politización creciente de la sociedad y la radicalización de algunos grupos iniciada hacia fines de los 60, una efervescencia que involucró a toda la sociedad bajo el influjo de la protesta obrero/estudiantil del 68 y la Revolución Cubana. Hubo varios grupos armados. Los principales fueron Montoneros, que hunde sus raíces en el nacionalismo católico que simpatizaba con el peronismo, y el ERP, de orientación troskista.

Desencadenó en una serie interminable de atentados, secuestros y represión, que no se interrumpió pese a la llegada al gobierno mediante el voto popular de Juan Domingo Perón –por tercera vez, y tras casi dos décadas de proscripción–. Con el golpe militar del 76, el Estado opta por la clandestinidad, provoca desapariciones, tortura, secuestra, detiene en centros clandestinos sin proceso legal de por medio, asesina y deposita los cuerpos en fosas comunes, o los tira al mar aún con vida en los llamados ´vuelos de la muerte´. El concepto jurídico de ´genocidio´, acuñado por el jurista polaco Raphael Lemkin tras el Holocausto, se ha visto necesariamente ampliado desde entonces como consecuencia del incremento de la crueldad en el mundo, y le cabe a la locura fratricida encarnada por la última Junta Militar que usurpó el poder en la Argentina. La cifra total de ´desaparecidos´ sigue siendo indeterminada con exactitud, y por ello, motivo de discusión aún hoy –pasados más de cuarenta años desde los hechos–, desde los 8.960 casos registrados por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en el ´Nunca Más´ hasta los míticos 30.000 agitados desde siempre por los organismos de derechos humanos. Prueba de ello es la ridícula ley de reciente sanción en la Provincia de Buenos Aires por la cual cada vez que la palabra ´desaparecidos´ sea incluida en un documento oficial, debe estar obligatoriamente acompañada por el número ´30.000´: esta iniciativa política convertida en norma exhibe un grosero desconocimiento jurídico, ya que la calificación de genocida del régimen militar del 76/83 no está en riesgo a causa del número de víctimas. Además, la herida argentina es tan profunda, tan evidente, tan vergonzante, que no hay espacio social ni cultural para el negacionismo.

La nueva democracia argentina optó, como modo de afrontar la cuestión de la violación de los derechos humanos, por la persecución penal en clave dualista: por un lado, el enjuiciamiento de los militares y paramilitares cuyos delitos merecieron la calificación de `lesa humanidad`, y por ende, imprescriptibles; por otro, la indagación de las conductas antijurídicas de los militantes terroristas como delitos comunes, es decir, a estas alturas alcanzados todos por las normas de prescripción. La diferencia entre ambos estriba en la utilización –en el caso de los primeros– de recursos humanos y materiales del Estado para perseguir, secuestrar, torturar, asesinar y ´desaparecer´ personas. Así, habiendo comenzado en tiempos de Alfonsín con el histórico juicio a las Juntas Militares que sentó en 1984 en el banquillo de los acusados a Videla y cía., pasando por el retroceso hacia la impunidad que significaron las leyes de ´Punto Final´ (1986) y de ´Obediencia Debida´ (1987) y los indultos presidenciales de Carlos Menem (1889/1990) que también beneficiaron a jefes guerrilleros, finalmente en 2003 el Congreso Nacional sancionó la nulidad de todas esas normas (orientación secundada por la Corte Suprema en varios fallos entre 2006 y 2010), dando lugar a la apertura de los ´juicios de la verdad´ que se sustancian hasta el día de hoy.

De este modo, la sociedad argentina ha honrado la verdad jurídica, es decir, la indagación de responsabilidades objetivas y subjetivas en la instauración de una política estatal sistemática de violación de los derechos humanos, suficiente legalmente para juzgar y condenar a sus responsables. Pero lo ha hecho en detrimento de la verdad histórica y de la verdad política, y ello constituye la prolongación del desencuentro entre los argentinos.

En efecto, los juicios aún en curso no son suficientes para conocer hasta el fondo los hechos aberrantes cometidos por los genocidas: el intransigente silencio de los imputados y la escasa información sobre el destino final de los desaparecidos (unas pocas fosas comunes halladas la mayor de las veces en forma fortuita y no como consecuencia de los procesos judiciales), lo demuestran.

Desde que las desapariciones no pudieron ser más ignoradas por el poder y por la sociedad, el reclamo de ´aparición con vida´ y ´verdad y justicia´ ha llenado afiches en las calles, banderas en las manifestaciones públicas y páginas en la prensa. Sin embargo, la experiencia sugiere que a la hora de los tribunales, frecuentemente ´verdad´ y ´justicia´ se excluyen un poco entre sí. A diferencia de Sudáfrica, donde los crímenes del apartheid fueron alcanzados por una amplia amnistía que exigía la confesión del delito cometido delante de los familiares de la víctima sin omitir detalle ante la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, en Argentina los militares sometidos a proceso hacen uso del derecho de no declarar contra sí mismos. Como dice Claudia Hilb en el mejor estudio sobre el tema (“Lesa humanidad. Argentina y Sudáfrica: reflexiones después del Mal”), en la Argentina se optó por la justicia, pagando un cierto precio en verdad, mientras que en Sudáfrica se optó por la verdad, pagando un cierto precio en justicia. O habría que hablar de justicia retributiva con foco en el victimario en el caso argentino, y de justicia reparadora con foco en la víctima en el caso sudafricano. Pero para una solución ´a la sudafricana´ hace falta alguien con la estatura moral de un Mandela, imposible de encontrar 7.000 kilómetros al oeste.

Argentina no logra saldar –tampoco– la deuda con la verdad política. Es cierto que existen unos cuantos casos particulares en los que exmilitantes de organizaciones armadas y exrepresores manifiestan arrepentimiento por su actuación en los ´años de plomo´, y nacen espacios más o menos informales de encuentro y reflexión, de ´reconocimiento de los avatares indeseables de hombres que no son injustos pero que cometen injusticias´, de diálogo entre quienes antes estaban enfrentados al que precede ´el diálogo del dos-en-uno de la conciencia´ como decía Hannah Arendt. ¿Cómo ha sido posible? Alguien ha dado un primer paso, y hay nombres y apellidos, como el de Héctor Ricardo Leis (recientemente fallecido) por ejemplificar. Valientemente confesó su participación en los crímenes de la militancia en ´Un testamento de los 70´ y en ´Memorias en fuga´. Dice Hilb que ´el advenimiento del Terror estatal fue la culminación de un tiempo largo de banalización y legitimación de la violencia política y el asesinato político en que las organizaciones revolucionarias armadas, peronistas y de izquierda tuvieron una responsabilidad que no podemos desconocer; el Terror estatal no fue su consecuencia necesaria (el Mal no es nunca una consecuencia necesaria), pero aquella banalización de la violencia preparó las condiciones que lo hizo posible´. La versión oficial de las violaciones a los derechos humanos en la Argentina censura la discusión respecto de la responsabilidad de las organizaciones terroristas en el proceso de locura y muerte que dominó la escena política en el último cuarto del siglo XX, haciendo que los militantes de entonces –quienes en privado no eluden reconocer que la suya era una lucha violenta por el poder en la que el fin justificaba todos los medios y para la cual se estructuraban imaginariamente como un ejército regular de inspiración revolucionaria– sean considerados ahora ´jóvenes soñadores e idealistas´, maquillaje que admiten para su actuación pública. Ello ´ha cristalizado en un relato que ha obturado la posibilidad del arrepentimiento y del perdón de unos y otros´, al decir de Hilb. Y como remata Vera Carnovale en el mismo estudio, ´este relato erigido en memoria oficial, celoso guardián de lo que puede ser dicho y lo que debe ser callado, es también un gran deudor de la historia. Lo es en lo que en él hay de olvidos, de desplazamientos semánticos, de silencios. Lo es en su pereza crítica (porque) ha preferido la iconografía emotiva´.

Falta un sincero balance de las revoluciones del siglo XX. Humanismo y revolución son los protagonistas de un temprano divorcio desde la experiencia jacobina, cuando la segunda traicionó al primero y decidió dejar para otro momento el respeto de los derechos humanos consagrados –aunque no originariamente– por la Revolución Francesa.

Algunos opinan que los 70 es un tema superado, que sólo importa a una pequeña porción de la población, que la Historia es interesante pero no es un recurso para la producción del presente, que lo que sirve de la historia está presente en el deseo actual, y que si en la Argentina ya no nos matamos por política es por evolución natural, porque la violencia ya decantó en nuestro deseo. Hay consenso en general en la sociedad argentina para que nunca más regresen los militares al poder, en la conveniencia de la democracia, pero que no vuelva la violencia política no está dicho que sea así. El tiempo por sí solo no cura ni nos hace cambiar: maduramos o envejecemos. Y la Argentina es un país con dificultades para convertir lo que nos pasa en experiencia, en aprendizaje.

Faltan los cauces institucionales, invariablemente necesarios, para consumar un gran reencuentro nacional, un ámbito genuino de diálogo y de reflexión. No es extraño que pese a haber transcurrido 41 años del último golpe militar al ´No olvidamos ni perdonamos´ clásico se le haya agregado la novel consigna ´ni nos reconciliamos´.

La institución eclesiástica se considera a sí misma parte de la solución, pero en realidad es parte del problema. Estuvo presente en ambos bandos: algunos sacerdotes tercermundistas empujaban a los jóvenes a la lucha armada y había curas que presenciaban las sesiones de torturas y las ejecuciones, todos ellos convencidos de estar sirviendo al Evangelio con su lucha. Se advierte en ambos casos la existencia de una objeción común inconsciente: que la vida cristiana no es suficiente, que la fe no basta para cambiar al mundo, que es necesario hacer o construir `algo más`, como si el testimonio no tuviera en sí mismo la fuerza del cambio y a la fe hubiera que agregarle la militancia (de izquierda o de derecha). Por eso tampoco sorprende el repetido fracaso de la Conferencia Episcopal de instalar la cuestión de la reconciliación, la última vez hace pocas semanas con el inoportunismo como condimento, ya que coincidió con un fallo desafortunado de la Corte Suprema por el que beneficiaba con la ley del ´2×1´ a un condenado por delitos de lesa humanidad, teniendo que volver sobre sus pasos anulando la sentencia días después ante la presión de la opinión pública y del Congreso.

No es una lógica de consenso fundada en concesiones recíprocas la que sea capaz de reconciliar y de conquistar para siempre la paz y la concordia: hace falta partir siempre de la experiencia, comprender que las ideologías son verdades enloquecidas y que el mal está misteriosamente presente en todos, por lo que todos somos capaces de él. Hace falta realismo y no maniqueísmo.

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