Es la desigualdad, estúpido
Es la desigualdad, estúpido… No son estas las palabras, claro, que les ha dicho el Papa a los participantes en la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio Justicia y Paz, pero la idea era básicamente la misma: «El crecimiento de la desigualdad y la pobreza ponen en peligro la democracia inclusiva y participativa, que siempre presupone una economía y un mercado que no excluya y que sea justo».
Nos estamos jugando la convivencia con el debilitamiento de las clases medias y la brecha que se está abriendo entre ricos y pobres. Hay matices y circunstancias, pero no hay país que escape a esta tendencia. No, desde luego, España. El próximo Informe Foessa –anuncia Cáritas– va a analizar el aumento de la desigualdad en nuestro país. Entre 2006 y 2012, las diferencias entre ricos y pobres aumentaron un 30%, según Cáritas, y presumiblemente han seguido haciéndolo desde entonces.
La organización caritativa de la Iglesia venía ya advirtiendo del aumento de las desigualdades en los años de vino y rosas. Factores como la llegada de las Empresas de Trabajo Temporal, el avance de nuevos sectores de empleo como los call-centers, la externalización y privatización de servicios sociales… empezaron a crear bolsas de trabajo precario que produjeron un preocupante aumento de la desigualdad. La precariedad había dejado de ser patrimonio exclusivo de los parados.
Con el estallido de la crisis, el proceso se aceleró. Se aprobaron severos recortes sociales para financiar el rescate de la banca, tal como explica el profesor de la Universidad de Comillas Rodolfo Rieznk en el dossier de Economistas sin Fronteras “Desigualdad y ruptura de la cohesión social”. Los 88 mil millones de euros en ayudas directas o indirectas al sector financiero en España desde 2008 hasta 2012 salieron de las «ayudas a discapacitados, a emigrantes y jubilados». De ahí que Rieznk afirme: «Convengamos en repetir que la finalidad del ajuste propuesto por el Gobierno es el equilibrio macroeconómico de la economía a través del saneamiento y el desapalancamiento de la burbuja inmobiliaria (promotores) y financiera (bancos), para recomponer el mundo de los negocios o el orden capitalista, y no el rescate de los más vulnerables afectados por el paro y los recortes de ingresos y de prestaciones sociales».
La gran paradoja es que esta crisis no se originó en una política irresponsable de los bancos que dieron alegremente créditos a personas incapaces de devolverlos. De los 21 billones de dólares de endeudamiento de la banca en 2008 y 2009 en Europa y EE.UU., las hipotecas impagadas de los particulares suponen sólo un 3,5 ó un 4%. El gran agujero lo provocaron una serie de multimillonarias operaciones fallidas de carácter especulativo. Pero son otros quienes han tenido que pagar las consecuencias.
Según la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística difundida por el INE en el pasado mes de mayo, la exclusión social alcanzó en España al 27,3% de la población (un 2,6% más que en 2009), considerada en riesgo de pobreza. Mientras tanto, según el informe sobre la riqueza en el mundo en 2014, difundido en junio por Capgemini y la sociedad de gestión patrimonial RBC Wealth Management, el número de millonarios en España (personas con al menos 1 millón de dólares en activos disponibles para la inversión) aumentó en 2013 un 11,6%, hasta las 161.400 personas. Desde 2008, el incremento ha sido del 27%.
¿Hace falta un Che Guevara para que se cumpla la ley?
La sensación de indignación en la ciudadanía es más que comprensible, sobre todo cuando la clase política no es capaz de dar respuestas satisfactorias a los problemas, e incluso aparece una y otra vez salpicada por los escándalos de corrupción. De ahí que, igual que Syriza tiene a su alcance la victoria en unas próximas elecciones en Grecia, no sea ciencia ficción plantear la hipótesis de Podemos como primera fuerza política en España.
En el 68 –escribe el filósofo Carlos Fernández Liria en la web Rebelion.org–, los jóvenes pedían lo imposible. Hoy, grupos como el 15-M, que después han convergido políticamente en Podemos, son más bien los «conservadores, frente a unos revolucionarios muy poderosos. Ahora son ellos, la casta más rica del planeta, los que piden lo imposible. El 1% de la población pide lo imposible al 99%».
El ideario de Podemos –añade Fernández Liria– se sintetiza en una frase: «Que se cumpla la ley»: que las tres mil mayores empresas del país tributen al 30%, y no efectivamente al 3,5%; que se reduzca el fraude fiscal del 24% actual hasta la media europea, del 12%. Para eso, «¿hace falta un Che Guevara, un Trotsky, un Bakunin? (…) No hace falta ninguna revolución descerebrada ni insensata. Hacen falta inspectores de hacienda. Los datos hablan por sí solos: En España hay un inspector por cada 1.958 trabajadores. En Francia, uno por cada 942, en Alemania, uno por cada 750».
Son argumentos de este tipo los que explican el espectacular crecimiento de Podemos. Pero el problema no es que este partido defienda estos postulados. El problema es que ningún otro sea capaz de hacerlo con una mínima convicción. Y por este camino, Podemos terminará gobernando, y en su agenda –conviene recordar– no hay sólo medidas de justicia social perfectamente asumibles.
Los últimos siglos ofrecen abundantes ejemplos de reivindicaciones sociales justas que, no atendidas, terminaron incorporando otras conquistas que ya nada tenían de justas. No hay que irse a las revoluciones socialistas. Si las razonables reivindicaciones iniciales de las sufragistas hubieran sido atendidas a tiempo, el movimiento feminista quizá no se hubiera radicalizado y evolucionado hacia la defensa del aborto. Otro tanto puede decirse de los colectivos homosexuales, que de pedir que no se les persiguiera y discriminara, pasaron a exigir la desnaturalización del matrimonio.
El ejemplo contrario y en positivo es la construcción del Estado social en Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial, que fue básicamente una obra de la democracia cristiana, mientras, al otro lado del Telón de Acero, el socialismo real provocaba una auténtica hecatombe social. ¿Pero dónde están hoy los herederos de Konrad Adenauer y Ludwig Erhard?
«El Estado social no debe ser desmantelado»
En el interior de los países considerados más ricos –decía el Papa la semana pasada a los participantes en la asamblea plenaria del Consejo Pontificio Justicia y Paz–, «se han exacerbado las diferencias entre los distintos grupos sociales, creando desigualdades y nueva pobreza». Frente a ello, Francisco pide que se garantice el derecho al trabajo, a la educación o al acceso a la sanidad. «El Estado de derecho social no debe ser desmantelado», añade.
Unos días antes de este discurso, Cáritas Española y más de 60 organizaciones de diversos ámbitos sociales lanzaban el manifiesto “Contra la exclusión sanitaria, en defensa de la sanidad universal”, al cumplirse dos años de la aprobación de la aprobación del Real Decreto Ley que ha dejado sin acceso a la sanidad a «al menos 873.000 personas» en España.
Con este tipo de recortes sociales, se ha abierto una brecha potencialmente explosiva, erosionando el principio de igualdad sobre el que se asienta nuestra convivencia. Oficialmente, tenemos ya ciudadanos de primera, y ciudadanos de segunda en España.
Claro que el problema no es sencillo de resolver. La pasada semana, el semanario The Economist dedicaba un informe especial a la revolución digital, que ha provocado una sostenida caída de los salarios en los países industrializados desde comienzos de los años 90, mucho antes del estallido de la Gran Crisis. Las empresas que más beneficio producen hoy requieren muy poca mano de obra. Unos pocos privilegiados han pasado a cobrar salarios estratosféricos, mientras el resto de población asalariada ha visto seriamente reducido su poder adquisitivo. Y potencias emergentes como China o la India han tomado la decisión estratégica de permitir que los aumentos de productividad se concentren en áreas, sectores y segmentos muy reducidos de la población, lo que explica que se haya detenido o invertido en estos países el proceso que, en las últimas décadas, logró sacar a cientos de millones de personas de la pobreza.
Hay, naturalmente, otros factores que explican las tensiones que sufren los trabajadores occidentales, como la globalización y el ascenso de Asia. Pero no hay que perder de vista que las diferencias entre países ricos y pobres son hoy mayores que nunca. En 1820, Gran Bretaña (la primera potencia de la época) era unas cinco veces más rica que una nación pobre media. Hoy, EE.UU es 25 veces más rica que una nación pobre media, lo que significa que la brecha se ha quintuplicado. Los países más ricos son hoy más ricos que nunca, pero esa riqueza no ha llegado a buena parte de sus ciudadanos.
The Economist recoge la opinión de algunos economistas que sostienen que son necesarias decididas medidas de redistribución de la riqueza. Eso es lo que pide también el Papa, «tanto en el ámbito nacional, como en el supranacional».
¿Utópico? Puede que, tal vez, a medio o largo plazo, la situación termine por estabilizarse por sí sola, y los beneficios de la revolución digital se amplíen a una proporción mucho mayor de la población mundial, como ocurrió con la revolución industrial, no siempre de forma pacífica. Puede que termine ocurriendo eso mismo, o puede que no. Pero mientras tanto, se está generando una situación explosiva, que si no se desinfla por las buenas, terminará estallando por las malas.