Errores fatales ante la inmigración

Mundo · Salvatore Abbruzzese
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22 abril 2015
La tragedia del canal de Sicilia es enorme y a medida que conocemos más detalles estos no hacen más que añadir horror, tristeza y confusión, provocando un dolor que no deja de ofender al alma. Pero por desgracia, lo que se oculta tras una tragedia así tiene unas proporciones aún más relevantes.

La tragedia del canal de Sicilia es enorme y a medida que conocemos más detalles estos no hacen más que añadir horror, tristeza y confusión, provocando un dolor que no deja de ofender al alma. Pero por desgracia, lo que se oculta tras una tragedia así tiene unas proporciones aún más relevantes. Los jóvenes que afrontan los imprevistos y los riesgos de una travesía marítima con medios azarosos son solo una mínima parte de los que miran a las regiones del norte de Europa para huir de las tempestades de guerra que se abaten en sus diversos países de procedencia: desde los desastres de los conflictos internos del mundo islámico hasta las guerras étnicas, las miserias del África subsahariana o los campos nómadas. Las cifras nos hablan de un éxodo, negarlo es de incautos, cuando no de irresponsables.

Ahora bien, si el término “acogida” significa algo, Italia solo puede recibir unos porcentajes extremadamente reducidos, más allá de los cuales la propia palabra debe contemplar medidas de emergencia temporal, donde a un techo y un plato de comida no puede corresponder ni un trabajo ni una integración significativa. Los que llegan, en los pocos casos en los que consiguen salir a la calle, comienzan una vida precaria e incierta donde, más allá de los casos conocidos y las zonas de ocupación, no existen industrias privadas que les puedan contratar, ni administraciones públicas que tengan la posibilidad de integrar a los recién llegados en sus actividades y servicios. No faltan historias de buena voluntad, ni ejemplos laudables de dedicación, pero las cifras remiten a la realidad de una clara impotencia institucional en muchas regiones del país de acogida.

Esta sociedad que no es capaz de mantener a los inmigrantes que llegan es la misma que no es capaz de atender a las familias de los afectados por enfermedades raras ni de las personas dependientes. Es exactamente la misma sociedad que se encuentra paralizada por los costes delirantes de la sanidad pública, por los retos de la educación, por las empresas que cierran y por el desempleo. La misma sociedad donde las emergencias se suceden y se superponen, añadiendo malestar, desilusión y, en los casos más graves, amargura y angustia.

La petición de fondos suplementarios por parte de Europa es sin duda obligatoria, pero no es suficiente. No basta con multiplicar los centros de acogida si luego no puede haber un itinerario posible y, con suma e insoportable hipocresía, se abandona a los recién llegados en manos de las luchas entre bandas por el control de los espacios de mendicidad, el contrabando de mercancías ilegales, la prostitución y demás ámbitos de la marginación metropolitana. No podemos acogerles reservando para ellos el infierno de la siguiente periferia que ya se nos escapa de las manos. No podemos acogerles y dejarles luego en manos de las redes de criminales y malhechores.

Además, la misma ola mediática nos impide ver que detrás del término “inmigrantes” confluyen poblaciones y realidades humanas profundamente distintas entre sí, marcadas a menudo por conflictos internos, guerras fronterizas, exclusiones y odios. Ignorar la sociología de estas poblaciones, reduciéndolas a la simple reunificación familiar, puede constituir una ingenuidad cuyos resultados pueden ser fatales. No solo llegan personas, familias o parte de ellas. Junto a ellos se materializan no solo etnias sino también redes, grupos y organizaciones estructuralmente sencillas pero no por ello ineficaces. Estas redes y organizaciones están dispuestas a intervenir allí donde nuestras administraciones actúan con exasperante y previsible lentitud. Cuando no se produzcan revueltas explícitas –como las que ya han estallado en algunos centros de acogida– podrán surgir estructuras criminales alternativas, redes paralelas, grupos de intereses activos y eficaces para hacerse con el control de lo que las administraciones locales no son capaces de controlar sino, y a duras penas, gestionar.

Ante esta serie de problemas solo contamos con pocas certezas, una de las cuales resulta evidente. La tendencia a simplificar, a pensar que la buena voluntad y la correcta administración pueden resolver, si no todo, al menos la emergencia, puede constituir un error fatal. La idea simplificadora de que todo se puede resolver con buena voluntad colectiva corre el riesgo de convertirse en una auténtica trampa social. En realidad, ninguna de las soluciones ya adoptadas ni de las que están en camino de aprobarse carecen de validez –es paradójico, pero es así–, a condición de que sepamos que cada una de ellas no solo es insuficiente sino que abre nuevos problemas a los que hay que saber hacer frente y no mirar para otro lado. Se trata de eso que los sociólogos llamamos “conciencia de la complejidad”: es una medicina que sabe mal, pero sirve para no hacerse ilusiones y razonar sin causar nuevos daños, más de lo que ya se han hecho.

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