Errores de perspectiva sobre la familia

Mundo · Salvatore Abbruzzese
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7 octubre 2015
A nadie se le escapan las dificultades que hoy parecen acechar a la familia, dificultades donde la crisis económica solo constituye una explicación aparente y que, en realidad, es previa a ellas. De hecho, está en discusión el modelo tradicional de la unión conyugal en favor de relaciones menos vinculantes y sobre todo “reversibles”, es decir, de las que sea posible sustraerse.

A nadie se le escapan las dificultades que hoy parecen acechar a la familia, dificultades donde la crisis económica solo constituye una explicación aparente y que, en realidad, es previa a ellas. De hecho, está en discusión el modelo tradicional de la unión conyugal en favor de relaciones menos vinculantes y sobre todo “reversibles”, es decir, de las que sea posible sustraerse. Un planteamiento así se fundamenta sobre la idea de que el vínculo conyugal es por un lado cultural, por tanto relativo en función de comportamientos y valores siempre y en todo caso revisables. Se subestima así la posibilidad de que detrás de una forma cultural, en sí misma relativa, pueda también esconderse una verdad universal, por tanto absoluta, sobre el hombre y la mujer. Precisamente por esto el fenómeno de la disminución del número de los que eligen el camino conyugal no es un problema cultural pero toca las cuerdas sensibles del ánimo, donde la cultura dice algo sobre la verdad del ser.

La pendiente por la que muchas parejas terminan descendiendo cada vez que las circunstancias, cambiando las condiciones de la existencia ordinaria, hacen emerger las diferencias de caracteres y las divergencias de actitud, parece mucho más empinada cuanto el modelo cultural heredado más se fundamenta sobre eso que antes llamábamos “afinidades electivas”, que hoy se definen como “gustos e intereses comunes”. Gustos e intereses que pueden cambiar pero, sobre todo, una vida en común que puede sacar a relucir muchas veces aspectos de uno mismo hasta ese momento desconocidos. Uno se descubre distinto de como creía ser, incluso con aspectos de la propia persona que no creía tener, o con el resurgir de viejos problemas sin resolver archivados demasiado rápido.

Aquí se oculta el lado más comprometido de la dimensión conyugal: es del descubrimiento de uno mismo y del otro. Donde no basta que este último sea amado por sus gustos o por el estilo de vida que practica, sino que debe serlo por la chispa de vida que le anima y le hace único. Es justamente de este afecto a lo esencial, al dato inmanente del espíritu que le caracteriza, de donde nace la conciencia de estabilidad de la relación conyugal y de la invariabilidad de la decisión tomada. Este modelo relacional que constituye el lado más comprometido de la dimensión conyugal se ha dejado oculto mucho tiempo, permitiendo que ocupara su lugar el principio de las simples afinidades entre dos individualidades. Se ha cometido así un grave error de perspectiva. De hecho, solo dentro de la relación con el otro en su esencia toma cuerpo la dimensión generativa. Una pareja abierta a la vida no es en absoluto una pareja como las demás, vive una dimensión fundativa donde no se trata de hacer ni de adquirir, sino de estar dispuestos a hacer un camino, tanto más posible cuanto más se una a lo que constituye la especificidad del otro, a la chispa que lo anima. La familia, es decir, la apertura a la dimensión generativa, es entonces una decisión radical de la pareja, que la lleva a ser algo totalmente distinto de una simple unión de “gustos e intereses comunes”.

De hecho, es mucho más que un simple deseo de afecto y esconde la voluntad de ponerse en juego en todo y por todo, aceptando que los otros, los hijos, irrumpan en la propia existencia. Cada hijo que llega implica siempre la decisión del mar abierto, comporta necesariamente el coraje de izar las velas y aceptar ser puesto en cuestión constantemente, descubriendo los propios límites y superándolos. “Él y solo él –mi querido amigo– tiene relaciones verdaderamente peligrosas”, escribía Péguy hablando del padre de familia, entendido aquí como un verdadero héroe, el único aventurero real.

Se comprende entonces por qué cuesta tanto “hacer familia”, y por qué la sola idea frena a muchos. De hecho, en oposición a la familia, como su anónimo adversario, se custodia el individualismo, entendido como la quieta autorreferencialidad en la que serenamente nos estructuramos y defendemos de cualquier intromisión. Es este un “yo” que no ve la relación como esencial, que no se rinde “ante el rostro del otro”, que no acepta “dejarse hacer”. La idea del camino lo turba, la de un posible cambio también, y no hay ningún otro que llegue a parecerle suficiente. Es precisamente el crecimiento exponencial de este individualismo narcisista lo que se erige como barrera a toda voluntad de unión generativa. Cuanto más nos adentramos en la niebla de un “yo” autorreferencial, menos disponibles estamos a una relación que vincule y que, precisamente por eso, sea capaz de generar vida y hacerla crecer. Nos complicamos así el camino hacia la propia realización: el que reside fuera de uno mismo, en otro providencial por el que valga la pena cambiarlo todo y dejar que la vida llegue.

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