Editorial

Errado disparo de Trump

Editorial · Fernando de Haro
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9 abril 2017
Trump ya es un líder más normalizado. Desde que el viernes pasado decidiera lanzar los 59 misiles Tomahawk contra el campo aéreo de Shayrat, en la ciudad de Homs, se parece, un poco, solo un poco, a sus predecesores. Se parece al Bush que ordenó la invasión de Iraq en 2003 y al Obama que atacó Libia en 2011. También al Obama que quería bombardear en 2013 las posiciones de Assad en Siria, como represalia por el uso de armas químicas. Sadam y Gadafi, como Assad, eran dos tiranos con ningún respeto por los derechos humanos. Iraq no ha levantado cabeza en los últimos catorce años y Libia se ha convertido en un estado fallido, nido del yihadismo del Magreb. La diferencia, la ventaja, es que en el caso de Trump no parece que haya un plan, una voluntad firme de cambiar de rumbo. Por más que Nikki Haley, la embajadora de Estados Unidos ante la ONU, asegure en el Consejo de Seguridad que se puede seguir bombardeando, no parece que la cosa vaya a ir a más.

Trump ya es un líder más normalizado. Desde que el viernes pasado decidiera lanzar los 59 misiles Tomahawk contra el campo aéreo de Shayrat, en la ciudad de Homs, se parece, un poco, solo un poco, a sus predecesores. Se parece al Bush que ordenó la invasión de Iraq en 2003 y al Obama que atacó Libia en 2011. También al Obama que quería bombardear en 2013 las posiciones de Assad en Siria, como represalia por el uso de armas químicas. Sadam y Gadafi, como Assad, eran dos tiranos con ningún respeto por los derechos humanos. Iraq no ha levantado cabeza en los últimos catorce años y Libia se ha convertido en un estado fallido, nido del yihadismo del Magreb. La diferencia, la ventaja, es que en el caso de Trump no parece que haya un plan, una voluntad firme de cambiar de rumbo. Por más que Nikki Haley, la embajadora de Estados Unidos ante la ONU, asegure en el Consejo de Seguridad que se puede seguir bombardeando, no parece que la cosa vaya a ir a más.

¿A quién beneficia la decisión de Trump? No parece que al pueblo sirio. Una acción de esas características, con dificultad, va a frenar el uso de armas químicas. Obama quiso eliminar esas armas con ataques desde el aire contra el ejército sirio. Afortunadamente el plan inicial se sustituyó por una negociación, en la que se involucró Rusia y el Gobierno de Damasco. Con la ayuda de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas se terminó de destruir buena parte del arsenal en enero de 2016. Es más que evidente que las armas no destruidas han sido usadas en el ataque de Jan Sheijun, en la provincia de Idlib. La masacre del pasado martes clama al cielo. Pero, militarmente, la respuesta de Trump no tiene ninguna consecuencia. Si acaso le da más fuerza a la Comisión Suprema para las Negociaciones, el grupo rebelde apoyado por Arabia Saudí, que ya se había visto crecido por el ataque químico de Assad y que es el que lleva la voz cantante en las conversaciones entre los rebeldes y el Gobierno.

Assad prácticamente ha ganado la guerra a los insurrectos que se levantaron contra él. En su mano están las principales ciudades, las vías que las conectan, y esta zona, que es la más poblada y la más rica. Los rebeldes, sin incluir al Daesh, controlan como mucho el 20 por ciento del terreno. Tienen ya muy poco que ver con ese movimiento en favor de la democracia que protagonizó la frustrada primavera árabe en Siria. Del Ejército Libre Sirio (ELS) quedan pocas facciones. El ELS tiene algunas alianzas con los yihadistas. El resto son grupo islamistas. A Al Nusra (grupo sucesor de Al Qaeda), hay que sumar Ahrar el Sham (que se disputa con otra falange yihadista la provincia de Idlib, reducto de insurgentes), Jeish al Islam y Jeish al Tah. En resumen, una sopa de siglas, con alto grado de islamismo. Su derrota la gestiona, en la mesa de negociaciones de Ginebra, la Comisión Suprema para las Negociaciones. Había aceptado ya un período transitorio sin que Assad tuviera que marcharse. Lentamente se acercaba el fin de la guerra en la parte del conflicto que no tiene que ver con el Daesh (que controla el 50 por ciento del territorio en la zona oeste, zona poco poblada y desértica).

Por eso el ataque químico de Assad en Jan Sheijun ha sido no solo un crimen sino un error estratégico. Ha buscado una victoria más allá de lo razonable. La escalada de Assad y la respuesta de Trump les ha dado alas a los insurrectos, es decir al mundo sunní, a Turquía y a los saudíes. No puede haber paz duradera en la zona si el sunismo radical, el wahabismo impulsado por Arabia Saudí, no tiene un contrapeso chiita.

Francia y Estados Unidos intervinieron en la guerra de Siria en 2014 con poco realismo y con un modelo de democracia abstracto que no tenía en cuenta las circunstancias culturales e históricas del país. Ese maximalismo exigía, para luchar contra el Daesh, establecer primero una democracia de corte occidental y echar a Assad. Con el tiempo, y sobre el terreno, aprendieron el realismo necesario. Trump parecía haber llegado con la lección aprendida. Pero en un momento en el que está acosado por los problemas internos ha decidido apretar el gatillo. Seguramente es sincero cuando asegura que lo ha hecho impresionado por las imágenes que ha visto en televisión. A lo mejor ha sido solo un impulso momentáneo y vuelve a su amistad con los rusos. Una buena gestión de esa amistad puede ser más útil para evitar el uso de armas químicas y para la paz que disparar misiles.

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