En un mundo mejor

Dos niños son los ejes sobre los que se construye el drama. Uno, Christian, acaba de perder a su madre tras un cáncer muy doloroso; el otro, Elias, lleva dos pesadas cargas: la separación de sus padres y el acoso que padece por parte de sus compañeros de clase. Los dos chavales se conocerán en el colegio y sus destinos se unirán fatídicamente.
Susanne Bier, de familia judía, saca la lupa y observa el fenómeno de la venganza: ante el mal infligido gratuitamente parece justificarse la ley del Talión. Frente a esta lógica, Anton, el padre de Elias, encarna una versión profana del "ofrecer la otra mejilla". No es un simple pacifista: está seguro de que la violencia no cambia nada, no mejora ni construye nada. Y su actitud es juzgada como cobarde por su hijo y por Christian. Lo interesante es que en el pasado Anton también proporcionó un inmenso dolor gratuito a su mujer, y sólo espera el perdón. Así se establece la tensión dramática del film, entre la venganza debida y la siempre improgramable gratuidad del perdón. La propuesta es positiva, pero precaria, y deja una sensación agridulce de que ese perdón humano es de corto recorrido. A pesar de su final esperanzador, el espectador puede llevarse a casa el sordo rugido de un tsunami de mal. Y es que el perdón es algo de otro mundo.
Otras cuestiones no menores envuelven la trama, como las dramáticas consecuencias de un padre ausente, la directa incidencia en los hijos de los conflictos de sus padres, el estado de coma del sistema educativo -patética la directora del colegio-, la universalidad de la maldad, la eutanasia…
Aunque a la directora se le notan mucho sus intenciones al plantear cada escena, y tiende a ser reiterativa en la exposición de sus ideas, le salva una dirección de actores descomunal, que hace explotar la película en matices y complejidades. La palma se la lleva Mikel Persbrandt, que interpreta a nuestro héroe quijotesco, Anton, con un abrumador festival de planos cortos que enamoran al espectador. Los niños también sorprenden por su forma de encarnar conflictos más adultos que infantiles.
Mención especial merece la banda sonora del sueco Johan Söderqvist, también habitual de la directora, y autor de la música de la interesante película sueca Déjame entrar. Su combinación de evocaciones étnicas en las escenas africanas con la tensión dramática de la partitura funciona a la perfección.
En definitiva, aunque estamos ante una película seria, impactante y llena de talento, hablamos de un film que es también áspero, duro y nada complaciente. Y su positividad, como hemos apuntado, está muy lejos de una concepción capriana de la vida.