«En mi Ucrania hay una emergencia militar y económica, pero sobre todo espiritual»
«He comprendido que, ahora, mi tarea es contar», me dice Constantín Sigov, mientras me habla desde su apartamento, a pocos kilómetros de la capital ucraniana. Es filósofo, director del Centro Europeo de la Universidad Petro Mohyla, de Kiev. Al hablar, me doy cuenta de que elige con cuidado las palabras, casi como si quisiera exponérmelas una a una; veo cómo llegan, ordenadas, llenas, atadas por el hilo de tristeza que transparenta su voz. Un contraste evidente con el estruendo de los bombardeos que cada día asolan a un país que parece perdido bajo la guía de una brújula carente de aguja.
¿Qué sucedió el 24 de febrero?
En un solo día tuvieron lugar tres catástrofes: la primera tiene que ver con mi país. En cuestión de horas volvimos a percibir la acción de la artillería pesada, a escuchar los gritos de los civiles, un estruendo que habíamos podido llegar a olvidar después de la Segunda Guerra Mundial. Hace pocos días, un chaval ruso alcanzó la antena de la televisión, en el centro de la ciudad; desde ese día, los ciudadanos de Kiev y de toda Ucrania tienen miedo de despertarse por la mañana y descubrir que, durante la noche, alguna bomba ha caído en alguno de los lugares santos de nuestra capital: la catedral de Santa Sofía, el monasterio de San Miguel, la Laura. Durante la guerra, los soviéticos destruyeron la catedral de la Dormición de la Virgen, en el monasterio de las grutas de Kiev; ya en 1936 los bolcheviques habían derrumbado la catedral de San Miguel. Ahora que el putinismo está desvelando su forma más brutal, la de un régimen que nace del neo-estalinismo, no me gustaría que la artillería rusa, que hoy parece actuar como animada por un impenitente gobierno neo-soviético, llegase a destruir aquello que los bolcheviques no tuvieron tiempo de destruir.
La segunda catástrofe golpea a toda Europa: lo que está sucediendo nos concierne a todos. Estoy hablando de una tragedia quizá mayor que la de Chernobyl. Esta vez, de hecho, no se trata de un error técnico. Por primera vez tras la Segunda Guerra Mundial, Europa se encuentra frente a un enemigo que quiere destruirla y que lo está haciendo abiertamente, declarando su objetivo. La guerra no es solo entre Rusia y Ucrania, sino entre nuestra cultura y quien la considera como una amenaza con la que hay que acabar. Se trata de una dicotomía que no ha nacido en 2022, es una antítesis que ha ido tomando forma durante los últimos años. Crimea fue invadida en 2014 y durante todo este periodo, podemos decirlo, muchos han tenido miedo y no han querido mirar lo que estaba sucediendo, la amenaza que se celaba tras una invasión que lleva ya ocho años en curso. Todos nosotros hemos subestimado el alcance de un mal que hoy ha explotado, provocando la que parece, a todos los efectos, la peor crisis del siglo XXI. La emergencia no es solo militar y económica, es, sobre todo, de naturaleza espiritual. Una tragedia que se está verificando a menos de tres horas de Roma en avión.
La tercera catástrofe tiene que ver con Rusia. En un mes se han malogrado todos los esfuerzos realizados durante más de treinta años para resurgir tras el régimen bolchevique. Lo que ahora estamos viendo es la peor manifestación del bolchevismo y el estalinismo. Tras la Revolución de 1917, en Rusia había aún muchas personas que daban testimonio de la vida, hoy, la mayoría parece presa de un poder destructivo, de una narrativa y de una cultura totalmente ideológicas. Pongo solo un ejemplo: cientos de profesores y rectores de las universidades rusas han firmado un documento a favor de esta guerra; es el signo tangible del fracaso total de la cultura rusa.
¿Qué es lo que sostiene a la población ucraniana en esta situación?
Lo que más me sorprende, en absoluto, es la solidaridad. Veo la atención con la que se ayuda a las mujeres que, en estos días, están dando a luz en el metro de Kiev. Ellas son portadoras de una vida nueva y nos recuerdan que nuestra resistencia nace para afirmar la vida, el amor y nuestra humanidad. Este aspecto me parece importante; los ucranianos saben lo que están defendiendo: protegen lo humano, nuestras familias, nuestra sociedad, nuestra libertad y nuestro único deseo de poder vivir en paz. Repito, es una guerra que no afecta solo a los ucranianos y a los rusos; lo que está sucediendo es un conflicto entre los que aman su propia humanidad y los que tratan de aniquilarla. Por eso me parece esencial que, cuando nuestra tierra sea libre, indaguemos sobre las causas que han desencadenado esta catástrofe. Solo entonces habrá una posibilidad de una paz justa, y subrayo este adjetivo. Será necesario que quien ha cometido, y está aún perpetrando crímenes contra la humanidad, sea procesado. Personalidades como Nemzov y Dmitriev afirmaron que las atrocidades del comunismo nunca han sido castigadas ni juzgadas. Creo que sería un grave error continuar este camino de amnesia. Ahora, más que nunca, se hace urgente un juicio, un paso esencial para el futuro de toda la sociedad rusa. No para planear una venganza, sino para que pueda germinar y florecer una nueva vida y la humanidad entera pueda realizar esa “purificación de la memoria” de la que hablaba Juan Pablo II.
¿Qué significa eso?
Es importante que los rusos, los ucranianos y todo el mundo, juzgue lo que sucede y lo recuerde. Cuando se traiciona este trabajo, la humanidad no sobrevive, se pierde. El 23 de febrero, antes de que estallase la guerra, escribí una carta, a petición de algunos católicos alemanes, en la que subrayaba el peligro que podía sobrevenir tras la decisión rusa de ilegalizar el Memorial, la mayor asociación del país para la defensa de los derechos humanos, comprometida en salvaguardar todo lo sucedido y hacer que se reconocieran, a nivel internacional, los crímenes cometidos en la época soviética. Ucrania ha sido atacada por eso: con su propia existencia, de hecho, no permite que se cancele la memoria de los crímenes perpetrados por el estalinismo y el putinismo.
El papa Francisco, la Iglesia, el mundo entero reza y sale a las plazas para que cese la guerra. ¿Os llega el apoyo de los pueblos?
Nos hace ver que no estamos solos. Hasta Kiev llega ayuda y es muy importante: ya se trate de chalecos antibalas, ropa, comida… también la palabra, nuestro diálogo, nos hace sentir que no vivimos aislados del mundo. Por lo que se refiere a la oración, esta, además, es esencial para hacer caer el velo, para hacernos descubrir que el mal solo lleva al nihilismo, a la autodestrucción, y esto es lo que queremos combatir. Añado otra consideración más: el gran teólogo Bonhoffer decía que la estupidez es lo único peor que el mal y temo que, tras la violencia de la que somos testigos, se cele este peligro. Mientras que el mal, por definición propia, termina por autodestruirse, la estupidez se fortalece con el tiempo, se potencia. Tal amenaza solo puede superarse actuando sobre el plano espiritual, no es suficiente el meramente cultural.
Me vienen a la mente las protestas del Madián del 2014. También entonces el mundo siguió lo que sucedía en Ucrania, ¿qué queda hoy de esos momentos?
Esta es una pregunta profunda, porque está estrechamente ligada a lo que sucede ahora. En el 2014 vivimos la revolución de la dignidad. Ahora combatimos una guerra para defender la dignidad del hombre. En el 2022 no solo habla la plaza de Kiev, sino que el país entero se ha convertido en una enorme plaza que pide que se respete al individuo, sea cual sea su identidad étnica. El hombre, de hecho, es infinitamente más importante que cualquier poder y ninguna tiranía puede suprimir el derecho de cada uno a la vida, a la libertad. Nada más estallar la guerra, hablé con el pianista Valentyn Silvestrov. La noche del 24 al 25 de febrero, la primera en la que los bombardeos irrumpieron en el cielo ucraniano, me mandó algunas grabaciones que había hecho en el 2014, mientras volvía a casa del Madián. En ellas se escucha una canción: es nuestro himno nacional. Pero la melodía es distinta, parece la melodía de un salmo, una oración nacida para sostener las protestas de Kiev que ahora tiene la capacidad de expresar lo que está viviendo el mundo entero. Silvestrov tiene 84 años y en las últimas semanas, algunos compositores del calibre de Arvo Pärt, le han invitado a dejar Ucrania. Ha aceptado, finalmente, a principios de marzo. Silvestrov salió de Kiev con su familia, viajó durante tres días y tres noches para llegar a la frontera. Ha pasado la frontera a pie. La poeta moscovita Olga Sedakova lo ha comparado con el Rey Lear, el soberano de Shakespeare que camina bajo el cielo. Mi amigo Valentyn ha llegado a Berlín y allí lo han invitado a tocar en una gran iglesia. Antes de empezar ha recitado el Decálogo, los diez mandamientos. Después, ha tocado una pieza que ha compuesto durante su camino a occidente: una melodía nostálgica, capaz de sobrepasar todas las barreras lingüísticas y de hablar a todos de la guerra, del viaje de quien ha dejado su país y de la esperanza de todo el pueblo ucraniano.
¿Qué espera?
Hace unos días, el alcalde de Kiev invitó al papa Francisco a venir a Ucrania. Ya algunos otros líderes políticos han decidido venir a nuestra capital. Pero creo que una visita del Papa sería algo único, un hecho de connotaciones proféticas. Sé que parece una petición absurda, pero el actual pontífice nos ha acostumbrado a gestos de este tipo. Espero que Francisco acepte y que no se lo impidan. Invito a todos, partiendo de los que lean esta entrevista, a sostener y promover la invitación, para que se cumpla un paso decisivo, no sol para alcanzar la paz en nuestro país, sino para el bien de toda la humanidad.