En la línea de fuego

Mundo · José Luis Restán
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20 julio 2017
La República Democrática del Congo es un país que produce vértigo, incluso si se mira de lejos. Inmenso, vibrante, con un paisaje arrebatador, riquezas minerales que provocan los peores instintos y una convivencia siempre al borde del estallido. Los numerosos misioneros con los que he hablado en los últimos años siempre reflejan la paradoja que produce contemplar la aventura de un pueblo lleno de vitalidad y de empuje, y un contorno institucional pésimo que arrastra una corrupción endémica inimaginable y toda clase de abusos de poder. El tablero se complica aún más debido a las tensiones étnicas, a las guerrillas de difícil clasificación (especialmente en la zona lindante con los Grandes Lagos) y la influencia de agentes extranjeros de todo tipo, los chinos han sido los últimos en llegar y son ahora los más activos.

La República Democrática del Congo es un país que produce vértigo, incluso si se mira de lejos. Inmenso, vibrante, con un paisaje arrebatador, riquezas minerales que provocan los peores instintos y una convivencia siempre al borde del estallido. Los numerosos misioneros con los que he hablado en los últimos años siempre reflejan la paradoja que produce contemplar la aventura de un pueblo lleno de vitalidad y de empuje, y un contorno institucional pésimo que arrastra una corrupción endémica inimaginable y toda clase de abusos de poder. El tablero se complica aún más debido a las tensiones étnicas, a las guerrillas de difícil clasificación (especialmente en la zona lindante con los Grandes Lagos) y la influencia de agentes extranjeros de todo tipo, los chinos han sido los últimos en llegar y son ahora los más activos.

No hace falta decir que la violencia ha acompañado el camino de este gran país africano desde antes incluso de su independencia. El momento actual está marcado por la resistencia del presidente Joseph Kabila a abandonar el poder, tal como establecen la Constitución y los llamados Acuerdos de San Silvestre, firmados “in extremis” con la oposición la noche del pasado 31 de diciembre. Estos acuerdos, alcanzados gracias a la mediación tenaz de los obispos congoleños, establecían la formación de un gobierno de transición que nunca ha visto la luz, entre otras cosas porque el líder de la oposición, Etienne Tshisekedi, falleció inesperadamente en Bruselas mientras se sometía a un chequeo. Lo cierto es que Kabila y la red de intereses que se mueve a su alrededor no desean que se produzca un cambio, mientras aumenta el malestar de la gente y se extiende una sensación de descontrol que el propio presidente usa para justificar su inmovilismo. A inicios de julio el presidente se entrevistó con Marcel Utembi, arzobispo de Kisangani y presidente de la Conferencia Episcopal (CENCO), y de nuevo reiteró su intención de convocar elecciones cuando sea posible. Los obispos católicos, convertidos en actores principales de este drama, ya que son la única fuerza con capacidad para dialogar con todos, conocen de sobra las malas artes de Kabila, pero insisten en que no hay alternativa a los Acuerdos de San Silvestre.

El bloqueo de la situación política tiene numerosos efectos perniciosos para la vida diaria que los obispos no dejan de denunciar. Por ejemplo surgen por todas partes bandas armadas para oponerse a un orden injusto, pero de las que no puede esperarse ninguna solución estable sino que terminan generando un calvario que sufre la gente sencilla. Esta inestabilidad endémica y llena de peligros ha creado una fuerte crisis económica que está llevando la tensión social al límite.

Un hecho destacable es que esa mediación, que cuenta con el apoyo de la inmensa mayoría de la población, no le está saliendo gratis a la Iglesia. De hecho se detecta un crescendo de la violencia contra instituciones católicas en el último año: han sido asaltados e incendiados parroquias y seminarios, especialmente en las regiones de Kivu y Kasai, y también los sacerdotes están en el punto de mira. El pasado día 16 el párroco y el coadjutor de Notre-Dame des Anges, en la región de Kivu-Norte, fueron secuestrados tras un ataque de un grupo de milicianos que destrozaron varios locales y aterrorizaron a la población.

La CENCO ha publicado un duro comunicado en el que pide al gobierno que garantice la seguridad de las personas y de sus bienes, y a las fuerzas del orden que hagan todo lo posible para liberar a los dos sacerdotes de las manos de los secuestradores y para desmantelar la red criminal que desestabiliza toda la zona. Además subraya que estos sacerdotes “son hombres de Dios que dedican su vida al bien de la población, sin tener una agenda política; hacerles daño significa dañar a toda la comunidad a la que sirven”. No se conoce la identidad de estos milicianos, pero el portavoz de la CENCO no duda en avanzar una hipótesis: la Iglesia no es bien vista por el grupo que está en el poder, porque se ha convertido en garante del acuerdo de San Silvestre, y por eso “representa seguramente una piedra en el zapato del gobierno”.

A estas alturas nadie duda que este secuestro sea un serio aviso para una Iglesia que no se somete, que es la única institución con una presencia activa y capilar en todas las regiones, y que ha pagado ya un generoso tributo de sangre a lo largo de la trayectoria histórica del país. Los obispos son conscientes de que el momento es dramático y de que ellos mismos, así como sacerdotes y religiosas, están en la línea de fuego. Como pastores de la Iglesia no proponen una agenda política, pero ante el “fracaso de la clase política” piden a los congoleños “que tomen el control de su destino de forma pacífica y democrática, con la no violencia activa y evangélica”.

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