En esta crisis está en juego la vida y su sentido
El periodista italiano Mattia Feltri decía hace unos días: ´Ahora no solo tenemos que salvar vidas, debemos pensar en la supervivencia de la comunidad. Es muy distinto, es un desafío mucho mayor y requiere grandes sacrificios. Pero recordemos que hace 75 años muchos se jugaban la vida por la libertad. Ahora nos jugamos la libertad por la vida. Esperemos que esto no diga algo de nosotros”.
Pero esto dice mucho de nosotros. No quiero abrir, ni me interesa a mí ni creo que, mucho menos, al lector, un debate ideológico entre los que defienden el primado de las libertades constitucionales (entre ellas la de desplazarse), que llamaríamos “no negociables” hasta hace muy poco tiempo, y los tardo-realistas del ‘primum vivere deinde philosophari’ (primero vivir y luego filosofar). Me interesan las preguntas que emergen con fuerza estos días frente a la muerte de tanta gente. ¿Para qué sirve la vida? ¿Para qué sirve la libertad?
Durante el último año he leído muchos libros de Václav Havel, el escritor, disidente, presidente de la Checoslovaquia liberada, que pasó cinco años en la cárcel, enfermó en prisión, donde estuvo a punto de morir, que al salir de la cárcel rechazó la propuesta de una vida tranquila exiliado en Occidente y aceptó tener que volver a ser encerrado.
Acudí a releerlo después de la cita de Mattia y tras recibir el testimonio de un hombre de Bergamo que estos días ha perdido a su madre. “Mi mujer me decía: ‘Tu madre es una mujer que nos deja mucho más de lo que nos quita con su ausencia’. Esta es la lección que he aprendido de mi madre, campesina, luego obrera, después ama de casa, una madre a la que se le murió su adorada hija de 17 años y luego su amado esposo. Siempre pidió razones de ello con firmeza pero sin estrépito al Dios que hace todas las cosas, pero sin quitar nunca sus ojos ni su corazón de la realidad. Hasta sus últimos días luchó como una leona. No se dejó morir. Porque la vida no es un derecho. Es un don por el que estar agradecidos en cualquier situación en que nos toque vivirla”.
¿Por qué acudí a releer a Havel?
Porque Havel decía que la cuestión no es el poder, la ideología, el sistema económico, sino –exactamente igual que para nuestro amigo de Bergamo– la vida. Y la vida no es tal si no tiene un significado. “Desde mi infancia siento que no sería yo mismo, un ser humano, si no viviera en continua y constante tensión hacia un ‘horizonte’, fuente de significado y esperanza”. Y añadía: “Lo que yo entiendo por ‘sentido de la vida’ no es solo una información o mercancía que se puede transmitir libremente. Cualquier intento de aferrar el sentido de la vida como si se pudiera conocer de esta manera, plantea la cuestión de qué es lo que se ofrece exactamente como presunto significado de la vida. La hipotética respuesta se convierte así tan solo en un modo de ofuscar la pregunta. Todo lo significativo que se haya dicho alguna vez a propósito de esto (incluido cualquier anuncio religioso) es, por el contrario, digno de mención por su dramática apertura. No es tanto una confirmación sino un desafío o llamamiento, algo que está teniendo lugar en el sentido más elevado, que está aconteciendo. Tiende más bien a sugerir una determinada manera de convivir con dicha pregunta. Convivir con esa pregunta no significa otra cosa que ‘responderla’ continuamente o, más bien, estar en una forma de relación viva con el significado. El sentido de la vida no es un punto al final de la vida sino el inicio de una experiencia más profunda de la vida. Estar permanentemente en contacto con este misterio nos hace al fin auténticamente humanos”.
El coronavirus nos ha pillado desprevenidos, sanitaria y económicamente, pero sobre todo existencialmente. Nuestra experiencia humana no nos basta, corremos a buscar expertos. “El individuo se rinde a su propia humanidad remitiéndola al despacho de un experto”, sigue diciendo Havel, pero también Finkielkraut. Está bien acudir a los virólogos, ¿pero quiénes son los expertos en mi yo?
La dramática alternativa que plantea Mattia –arriesgar la vida por la libertad o arriesgar la libertad por la vida– me ha llevado a los años del pacifismo militante. “Mejor rojos que muertos”. Este eslogan –decía Havel– es lo mejor que cualquier poder puede desear, “es una señal infalible de que quien lo pronuncia ha renunciado a su propia humanidad como capacidad para responder personalmente a algo que lo supera, y por tanto para sacrificar, en situaciones límite, hasta la vida por su sentido (…) Este eslogan en realidad proclama que nada vale el sacrificio de la vida. Pero sin el horizonte del sacrificio supremo, pierde sentido cualquier tipo de sacrificio. Es decir, nada ‘vale la pena`. Nada tiene sentido. Es la filosofía de la negación total de la humanidad. No logro librarme de la sensación de que la cultura occidental está bastante más amenazada por sí misma que por los misiles soviéticos”.
Ahora quisiera volver a Bergamo, concretamente a Casnigo, un pueblecito de tres mil almas que ha visto cómo enfermaba su arcipreste, don Giuseppe Belardelli. Han hecho una colecta para comprarle un respirador y el sacerdote, al recibirlo, le dijo al enfermero que se lo llevó que se lo diera a un enfermo más joven. Murió, “¿pero de qué sirve la vida si no es para darla?”, decía Paul Claudel. No creo que todos deban ser héroes como el padre Giuseppe o como Havel, creo que se trata de mirarse uno mismo con estupor, el mismo estupor que nos suscitan los médicos, enfermeros, profesores que siguen pendientes de sus alumnos en casa, con creatividad y dedicación, personas que hacen donaciones millonarias y que respetan las restricciones impuestas y permanecen en sus casas. La obediencia es la única virtud y para ejercitarla hace falta mucha libertad. “Y dar lo que tenemos sonriendo´ (Claudel).
Aceptar que la vida es misterio no quiere decir entenderla, quiere decir empezar a vivirla verdaderamente.
Artículo publicado en Il Foglio