Editorial

En el purgatorio del mundo

Editorial · Fernando de Haro, Pazarkule
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9 marzo 2020
Assad salió el pasado miércoles del campo de refugiados que se había montado aquí en Pazarkule, en el puesto fronterizo entre Turquía y Grecia, cerca de la ciudad de Edirne. Assad, con un grupo de amigos de Kabul, enfiló el camino de tierra que une la frontera con el pequeño pueblo de Karach. Iban a buscar pan, algunos plásticos y ropa de abrigo para pasar la noche, todavía muy fría. Delante de Assad caminaba una pareja de subsaharianos, más allá dos kurdos iraquíes, y por detrás un grupo de sirios rubios. Pazarkule se ha convertido en el purgatorio del mundo, donde se hablan todas las lenguas de los que se han quedado sin pasado ni futuro, sin techo y sin país.

Assad salió el pasado miércoles del campo de refugiados que se había montado aquí en Pazarkule, en el puesto fronterizo entre Turquía y Grecia, cerca de la ciudad de Edirne. Assad, con un grupo de amigos de Kabul, enfiló el camino de tierra que une la frontera con el pequeño pueblo de Karach. Iban a buscar pan, algunos plásticos y ropa de abrigo para pasar la noche, todavía muy fría. Delante de Assad caminaba una pareja de subsaharianos, más allá dos kurdos iraquíes, y por detrás un grupo de sirios rubios. Pazarkule se ha convertido en el purgatorio del mundo, donde se hablan todas las lenguas de los que se han quedado sin pasado ni futuro, sin techo y sin país. Assad, como todos los que llegaron a la frontera, ha sufrido la intimidación de los turcos y la violencia de los griegos que utilizan gases lacrimógenos y balas de goma para no dejarle pasar a Europa. Lleva días sin poder asearse. “Yo era profesor en Kabul -explica el afgano en inglés- tenía mi trabajo, pero me vine a Turquía porque no soportaba la presión de los yihadistas. En este país he malvivido, lo dejé todo en Estambul porque Erdogan dijo que la frontera estaba abierta, y ahora no tengo dónde ir”. Assad, como todos los afganos, vive una situación peor que los sirios. Los sirios cuentan con el status de “protección temporal” que les permite trabajar de forma irregular y que sus hijos vayan a las escuelas y aprendan turco. Assad encuentra en el pueblo de Karach un supermercado en el que han tenido compasión de los que han ido a pedir pan. Se vuelve contento porque ya tiene para cenar. El pan de Karach, entregado gratuitamente, es un ejercicio de compasión de la pequeña política que no tiene equivalente en la gran política. Ha habido pan en Karach, bocadillos con mortadela en la estación de autobuses de Edirne donde han quedado atrapadas una veintena de familias. También ropa, regalada por campesinos turcos, para los niños en la rivera del río Evros. Llegaron porque querían cruzar a Grecia atravesando solo 40 metros de agua. A los que consiguieron pasar les quitaron la cartera, los móviles y los cordones de los zapatos y los devolvieron. En el purgatorio del mundo en el que se ha convertido esta frontera ha habido solidaridad de ciudadanos anónimos y ha habido instrumentalización de Erdogan que trajo en autobuses a los millares de refugiados, ha habido también durísima represión de Grecia que ha agotado su generosidad y que no quiere otros campos como el de Moria. Ha habido miedo de la Unión Europea a otra crisis como la de 2015.

El pasado viernes se reunieron los ministros de Exteriores de la Unión Europea en Croacia para tratar el asunto. El alto representante de Política Exterior, Josep Borrell, hizo un llamamiento a los refugiados para que no fueran a la frontera porque estaba cerrada. En realidad la Unión Europa no tiene razones para temer “una invasión” de los casi cuatro millones de refugiados que hay en Turquía. No todos están en una situación desesperada como Assad o como los que han ido llegando en los últimos meses de la provincia siria de Iblid. Muchos han empezado a asentarse. Es el miedo de Europa el que da margen de maniobra al presidente turco y oportunidades a su proyecto nacionalista para convertirse en un líder geoestratégico de segundo nivel con agenda propia. Lejos queda aquella época en la Turquía que llamaba a las puertas de Europa.

Los ministros de Exteriores de la Unión rechazaron a coro el chantaje protagonizado por Erdorgan utilizando a Assad y a miles de refugiados como él. Pero la pasada semana la UE no hizo otra cosa que ceder a ese chantaje. Los viajes de Borrell y de Charles Michael, presidente del Consejo de Europa, a Ankara para prometer que las ayudas a cambio de la contención se harían efectivas lo certifican.

La política del pan de Karach no se ha materializado en Europa porque la débil identidad del Viejo Continente ya no reconoce la universalidad de los derechos, tiene miedo del otro. Sobredimensiona un problema que hubiera tenido solución. No era fácil. Pero no era imposible. Habría que haber cumplido con el reparto de refugiados acordado, habría que haber hecho funcionar los hotspots (puntos calientes) para identificar a los que entraban, habría que haber dado el apoyo necesario a Grecia y a los países del sur, habría que haber evitado la reacción de los países de Visegrado. Y ahora no estaríamos ni a merced de la presión de Erdogan ni con la vergüenza de incumplir el derecho internacional. Hubiera sido una oportunidad para la cansada Europa repartir pan y techo como han hecho en Karach.

Assad vuelve al campo de refugiados improvisado en Pazarkule. No sabe que mañana la policía turca no le va a dejar salir. O Estambul o nada. Al caer el sol, en la estación de autobuses de Edirne, una familia de sirios se calienta con leña que han recogido junto a la autopista. Tienen tres niños. Muy cerca, Hussein, un iraní, cuenta a quien quiera escucharle que se marchó de su país porque desde que se convirtió al cristianismo la vida se le había hecho muy difícil. También malvive en Turquía.

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