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En el país de todos

Editorial · Fernando de Haro
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18 diciembre 2016
Un país cristiano en Oriente Próximo. Es la solución que el diario El País proponía en sus páginas de opinión, horas después de la nueva masacre de coptos en El Cairo. Ahora que los acuerdos Sykes-Picot de 1916 (con los que los occidentales diseñaron la región) han saltado por los aires, no estaría de más intentar que los cristianos tuvieran un Estado propio en el que poder llevar una vida segura.

Un país cristiano en Oriente Próximo. Es la solución que el diario El País proponía en sus páginas de opinión, horas después de la nueva masacre de coptos en El Cairo. Ahora que los acuerdos Sykes-Picot de 1916 (con los que los occidentales diseñaron la región) han saltado por los aires, no estaría de más intentar que los cristianos tuvieran un Estado propio en el que poder llevar una vida segura.

Es una excelente noticia que el periódico laico de referencia en España, o algún miembro de su equipo editorial, se preocupe sinceramente por lo que la secretaría de Estado de Estados Unidos ha calificado como un genocidio. Otra cosa diferente es que la solución de una “nación cristiana” sea conveniente. No lo parece por razones geoestratégicas y por razones de vocación. No parece recomendable una Declaración Balfour como la de 1917, esta vez no para los judíos sino para los seguidores de la cruz.

El caso de Oriente Próximo y la persecución de sus bautizados, aunque sea particular por su dramatismo, ilustra bien lo poco oportuno que es convertir el cristianismo en un adjetivo. No es tiempo para Estados cristianos, ni para partidos cristianos, escritores cristianos, ni siquiera para cultura cristiana, al menos para cierto modo de comprender la cultura cristiana. No es tiempo de adjetivos sino de sustantivos.

La propuesta de crear una “nación cristiana” en Oriente Próximo no es una invención periodística. Ante el terrible acoso y martirio sufrido desde 2003, surgió hace ya más de diez años, especialmente entre las comunidades iraquíes del exilio estadounidense, el proyecto de crear una zona en Nínive (en torno a Mosul) que les sirviera de refugio. Entre la comunidad asiria (la segunda comunidad cristiana de Iraq, menos numerosa que la caldea) y los evangélicos la idea ha tenido cierto éxito. De hecho, han sido los asirios los únicos en crear unas milicias propias. Lo han hecho desoyendo las invitaciones a integrar a los que quisieran luchar contra el Daesh en las filas de los pesmergas kurdos. Entre los líderes católicos se ha rechazado el “Estado cristiano de Nínive” porque supondría crear un gueto. El futuro es todavía incierto. El reparto de la región entre kurdos, milicias chiítas y el ejército iraquí es una incógnita.

La “solución Kissinger” para el Oriente Próximo de después de la guerra sería una mala solución, especialmente para los cristianos. El ex secretario de Estado de Estados Unidos ha propuesto en alguna ocasión cambiar los acuerdos de Sykes-Picot por estados de una sola confesión. La fórmula podría garantizar el futuro Israel, pero acentuaría, aún más, su carácter confesional. Supondría grandes movimientos de población y enquistaría para siempre el conflicto que explica todos los conflictos desde Egipto a Irán: el enfrentamiento entre chiíes y suníes por la hegemonía. Del Estado-nación pasaríamos al Estado-confesión. La falta de pluralidad radicaliza. Las grandes perdedoras de este escenario serían las minorías.

Por vocación el cristianismo no ha nacido para ser Estado, por definición no tiene patria. Existieron en la zona los reinos de Edessa o de Armenia. Son cosas del pasado. Ahora está más claro que es necesario dar al César lo que es del César.

Al menos hay una cosa nítida en la misteriosa misión que tienen los cristianos de Oriente Próximo: el papel que han jugado y juegan en el mundo islámico. Han sido y son una presencia que impide al islam encerrarse herméticamente sin referencias externas. A costa, es verdad, de un precio altísimo, que incluye el martirio. Si los cristianos abandonan definitivamente Oriente Próximo o si se recluyen en un país hecho a su medida –algo poco materializable– se reducirá la ya escasa posibilidad de que se supere la fase de fundamentalismo que atenaza a la región desde los años 80 del pasado siglo.

Los coptos de Egipto, por ejemplo, lo tienen claro. No son nación. Son Iglesia. Un copto siempre dirá de sí mismo que es más egipcio que nadie. Siempre rechazará el gueto.

En la dura prueba que sufren muchos cristianos de Oriente Próximo han descubierto que su identidad no es solo una tradición que han recibido, una pertenencia más o menos cultural sino una hipótesis para vivir el presente, una fe personal. Han redescubierto el valor sustantivo, no adjetivo, del cristianismo.

Es otro tesoro que nos llega de Oriente. No hay adjetivos sin sustantivos, no hay política cristiana, cultura cristiana, valores cristianos sin sujeto cristiano. Y ese sujeto, el hombre fascinado y atraído por una historia particular, la historia del pesebre que se prolonga en el tiempo, es el que siempre queda en elipsis, el que siempre se da por supuesto.

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